Participé recientemente en unas jornadas pedagógicas en una ciudad española. Ya iba preparado para recibir altas dosis de retórica, pero, honestamente, la sobredosis me resultó a la vez tediosa y pegajosa, como el chapapote. Algo grave nos está pasando si para nombrar lo que hacemos en clase necesitamos recurrir a una neo-lengua pedante que, además de caducar rápidamente, resulta incomprensible para las familias, los alumnos y no pocos de los colegas presentes.
Me duele que un maestro emplee la expresión "la neurociencia ha demostrado que", porque debería ser él, el maestro, quien nos diga qué funciona en clase y qué no. Es él quien se encuentra en el laboratorio del aprendizaje y es él quien debería otorgar los certificados de garantía.
Me molesta el desprecio olímpico de muchos colegas hacia la Inteligencia General, como si la psicología no hubiera evolucionado ni afinado sus métodos desde Binet o como si los tres componentes básicos de la inteligencia general (inteligencia lingüística, matemática y espacial) fueran irrelevantes en la escuela.
Me deja perplejo la insistencia de muchas escuelas en poner de acuerdo a Goleman y a Gardner, incluso contra su voluntad.
Me resulta lamentable el desprestigio de la memoria y comienzo a dudar de los conocimientos reales de algunos profesores.
Cuando oigo a hablar a un maestro de lo bien que le sale todo, de lo interesados que están todos sus alumnos, y de lo que se desviven por aprender, sé que me encuentro o ante un ser divino o ante un farsante.
Una de las ponencias trataba de la educación de la atención. El ponente nos iba proyectando en una pantalla los ejercicios de los niños que, a su parecer, eran la prueba del éxito de la metodología. Yo, honestamente, solo veía tachones y faltas de ortografía. Tantas, que su número me permitió poner en cuestión el éxito que nos vendía el ponente. Éste, sin embargo, me aseguró que los niños habían mejorado mucho sus puntuaciones en los ejercicios específicos de evaluación de la atención. Por supuesto yo no ponía en duda esto, sino la capacidad de transferencia de estos ejercicios a la atención ortográfica, es decir, a la atención cotidiana.
Hace tiempo, un ministro de educación venezolano se presentó en Barcelona asegurando que había descubierto la manera de elevar la inteligencia colectiva de su país. Si los tests de inteligencia medían la inteligencia, sólo había que enseñar a la gente a resolver los ejercicios de los tests de inteligencia a través de la televisión. Le traicionó la transferencia, que es lo que está traicionando a muchos innovadores. Precisamente por eso se muestran tan contrarios a evaluar lo que hacen.