Artículo aparecido en el ARA el 10/13/2013
Buena parte del desconsuelo que arrastramos se debe al exceso de tardes de domingo. Pero quizás ésta sea una exageración inevitable en un texto escrito en una tarde de domingo de enero, un mes lleno de tardes de domingo, entre las páginas desordenadas de los dominicales, la película digestiva de la tele y los restos de la comida sobre la mesa. Únicamente Bacalao Salado, mi gata, parece indemne a esta melancolía. Heidegger dice que los animales son más pobres de mundo que nosotros. Esto, pienso yo, los libera de la desazón de las tardes de domingo.
En la Historia de la decadencia escribe Cioran palabras definitivas sobre esta sombra negra que se cuela en las casas acompañando la llegada del atardecer del domingo: "La única función del amor es hacernos soportables las tardes de domingo, crueles e inconmensurables, que nos dejan heridas que nos hacen daño durante el resto de la semana, e incluso durante toda la eternidad". En las tardes de los domingos el alma se nos pone a la vez desganada e hiperbólica. Antes de que Cioran escribiera este silogismo de la amargura, Etta James ya nos había advertido de lo que es realmente importante: I want a Sunday kind of love. En su voz había una esperanza tenue y una voluntad que quería ser firme, pero parecía a punto de romperse. En Francia, Charles Trenet cantaba Les enfants s'ennuient le dimanche, y para dejar constancia de que la verdad tiene una dimensión geográfica, Rita Pavone lanzaba al éter su propia duda existencial, que Gelu, en España, tradujo así: ¿Por qué, por qué... los domingos por el fútbol me abandonas? Eran tiempos de grandes canciones metafísicas, que te dejaban la identidad tocada del ala. Buena parte de los problemas existenciales de mi generación se incubaron con aquel oxímoron que Raphael iba sembrando desde los tocadiscos de las adolescentes de barrio, que pasaban las tardes de los domingos con las ventanas de sus habitaciones abiertas de par en par al vacío: Yo soy aquel. Sin embargo nos permitió entender a la primera el Soi-même comme un autre de Ricoeur.
Leemos a Spengler en una tarde de domingo ("el optimismo es cobardía", decía) y descubrimos un teorema elemental. Gracias a Dios las tardes de domingo no están hechas para leer, sino para pasear lánguidamente la mirada por los libros que nunca abriremos: The Jean-Paul Sartre cookbook, Las plantas no comestibles de los cementerios, La historia natural del alma, Descartes et le cannabis o El post-anarquismo explicado a mi abuela. En todo caso, nada de Pascal.
Georges Seurat intentó pintar la tarde del domingo e, inevitablemente, le salió un cuadro enorme que tardó tres años en terminar. Lo tituló Un dimanche après-midi à la Grande Jatte (1884 a 1886). Está habitado por figuras algo fantasmales que miran sin ver, salvo una mujer abrazada a un hombre indolente, indiferente a su afecto. Sospecho que abraza sin darse cuenta las sobras de un amor del sábado. Seurat creía estar fundando el neoimpresionismo y, en realidad, estaba anticipando nuestras tardes de domingo en aquellos tiempos del spleen. Por eso los críticos del momento no lo entendieron. Más éxito tuvo entre sus contemporáneos Edward Hopper, que parece estar pintando siempre el mismo interminable blues de una tarde de domingo.
La melancolía de la tarde del domingo es en parte nuestra y en parte de aquel niño que fuimos, que se despierta en nosotros sobresaltado porque aún tiene deberes pendientes para el lunes. Su reminiscencia nos provoca un ataque de historia personal. Los fines de semana nunca saben estar a la altura de lo que el viernes prometía. Los fines de semana huelen muy bien, pero al probarlos, decepcionan, como la vida misma. ¡Y aún queda el montón de ropa para planchar!
Antes, el domingo era el día del Señor, sin embargo, desde que matamos a Dios, por la mañana es una especie de día de resurrección y por la tarde, de Viernes Santo. Pero no hay manera de venerar la santa vacuidad. ¿Qué pesado resulta llevar a rastras a un animal metafísico un domingo por la tarde!
"Primero vivir, y después filosofar", decían los antiguos. Pero el precepto no es aplicable a las tardes de domingo, esta tierra de nadie en la que ya se ha acabado el ocio y todavía no ha comenzado el día laborable.
Claro que todo esto sólo tiene sentido si pensamos en el Prometeo trivial que tiene la suerte de tener trabajo y quema las últimas horas de su día de fiesta encadenado al mando a distancia de la tele. No está verdaderamente triste... más bien se compadece de sí mismo por su falta de alegría.