Tenía cena esta noche con dos amigos psiquiatras lacanianos en La Cuina dels Capitans, en el puerto del Masnou. Me han dado plantón y he cenado solito. Huevos fritos con patatas y jamón y cerveza abundante. Los ausentes han llamado para excusarse. ¿Qué se puede esperar de un psiquiatra lacaniano? La ventaja de tenerlos de amigos es que esperas tan poco de ellos que difícilmente te pueden defraudar. He vuelto a casa por el paseo marítimo. Una noche fría, pero caminando a buen ritmo se sobrellevaba bien. Incluso he sudado. Me he cruzado con T. M., famoso lletraferit. Hemos acordado dos cosas en una conversación breve. La primera, que a partir de una edad la única aspiración razonable que le queda a uno es la de combatir el aburrimiento. A eso, de hecho, nos dedicamos un poco neuróticamente los dos. La segunda, que nos gusta vivir en el perímetro de nuestras mujeres. Esto es: nos gusta dedicarnos a nuestras cosas pero sabiendo que ellas andan cerca. Cuando, por lo que sea -un viaje, pongamos por caso-, se alejan y el radio alcanza una distancia crítica, perdemos su referencia y vagamos, erramos, divagamos al buen tuntún, como el tonto del pueblo en día laborable. El amor es eso: una fuerza gravitatoria. Sobre las ondas gravitatorias entre Ortega y la mujer de Einstein podría yo contarles alguna cosa. Pero no hoy.
Para restaurar el orden cósmico (valga la redundancia) al llegar a casa me he encontrado con un mail de mi amiga parisina, B., que comienza así: "Cher Gregorio, merci pour vos bonnes paroles (dit comme cela, on dirait une phrase du 19 e siècle, mais je vous assure que je ne l'ai pas recopiée d'une lettre de George Sand à Flaubert...)".