La cosa se presentaba bien. Mi mujer se iba a Pamplona y yo me quedaba de Rodríguez durante estos días. El lunes aún pude disfrutar de una cena en la Barceloneta con mis amigos lacanianos (desengáñense, la amistad es un vicio), pero la noche del lunes al martes vi de repente reducida drásticamente mi autonomía a un radio no mayor de 10 metros de la taza del váter. Un virus, dicen. Pero los hombres no estamos hechos para estar malitos sin poder lamentarnos. La soledad es esto.