Habla Ignacio Peyró en ese (entre otras muchas cosas) tratado de pedagogía que ha escrito con el nombre de Pompa y circunstancia, del "esnobismo inverso", que es el propio del esnob que cree que toda pretensión o afirmación de excelencia –intelectual, estética, formativa o biográfica- resulta de mal gusto por herir la susceptibilidad ajena y, ante todo, por atentar contra el igualitarismo.
No es el primero en observar este fenómeno, tan característico de nuestro tiempo. El 9 de junio de 1964, Mary McCarthy escribe a Hannah Arendt desde París: "Me da la impresión, quizá subjetivamente, que el gusano de la igualdad (...) está dejando de lado las 'diferencias de clase' entre lo sano y lo insano, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo. Concretamente, me doy cuenta de que me siento culpable y rara en presencia de un psicótico, como si yo, en nombre de la igualdad, tuviera que ocultar mi salud mental. Lo mismo me pasa con alguien que es estúpido, me mortifica hablar con una persona así, tengo miedo de decir algo que pueda sacar a la luz su estupidez".
El día 23, Hannah Arendt le contesta a su amiga desde Nueva York: "Este comparar constantemente es realmente la quintaesencia de la vulgaridad. Si no caes en este hábito espantoso, inmediatamente te acusan de arrogante, como si al no compararte te estuvieras situando por encima de todos."
Efectivamente, la actual conciencia democrática es refractaria a las ideas de autoridad, élite o excelencia. Tanto es así que incluso las modernas jerarquías hacen todo lo posible para ganar su legitimidad fingiendo que, en realidad, no son tan diferentes del ciudadano medio. ¿Quién aceptaría hoy definir la autoridad como el derecho a ser obedecido? La demanda de igualdad ha sustituido en el ranking de valores a la antigua demanda de virtud, aparentemente, un poco obsoleta. En esta misma dirección, Michael Young, profesor emérito del Instituto de Educación de la Universidad de Londres, declaraba no hace mucho tiempo que hay profesores que, para no frustrar a sus alumnos, no se atreven a decirles que se han equivocado.
Queremos ser iguales. Pero no sé si está muy claro lo que entendemos por igual. Tengo la convicción de que se trata de algo diferente de lo que entendieron las generaciones pasadas. Si atendemos a las efectivas reclamaciones de igualdad, lo que observamos es que nadie quiere ser igual a los demás. Lo que se reclama es un igual derecho a ser diferente, porque entendemos la diferencia como la máxima expresión de la libertad y de la autenticidad.
Hace unos meses circulaba por Internet la noticia de que una asociación deportiva de Ontario animaba a los niños a jugar al fútbol sin balón para evitar que haya perdedores. "Queremos -declaraba el promotor de la idea- que nuestros hijos aprendan que el deporte no tiene nada que ver con la competición, sino con la imaginación. Si imaginas que eres un buen jugador de fútbol, entonces lo eres". La noticia parecía perfectamente verosímil, aunque era falsa. Pero lo noticiable residía, a mi parecer, en su verosimilitud.
Desde que Nathaniel Braen publicó La Psicología de la autoestima, en 1969, hemos hecho todo lo posible para ocultar el fracaso en la escuela. Hay muchos maestros convencidos de la existencia de una relación directa entre el incremento de la autoestima de un alumno y de sus resultados. Sin embargo, abundan los estudios que muestran una relación negativa. Tengan en cuenta lo siguiente: (1) cuando más defienda alguien la importancia de la autoestima para el aprendizaje, menos conoce los estudios relevantes sobre esta cuestión y, (2), cuando más relevantes son estos estudios, menos obvia se muestra esta relación.
El elogio indiscriminado produce más efectos negativos que positivos. El niño que oye continuamente que es muy inteligente, se convierte fácilmente en un narcisista con miedo al riesgo, porque no quiere defraudar las esperanzas que los adultos depositan continuamente en él.