07.04.2016 La primavera es la verdad que pasa a nuestro lado vestida de domingo, la alegría de la dehiscencia.
La dehiscencia es la apertura espontánea de algo que parecía clausurado. Es la ironía del límite. En botánica se conoce con este nombre a la maduración natural de una planta que libera espontáneamente sus granos de polen o sus semillas.
El místico renano Maister Eckhardt (1260-1327) animaba a los monjes del valle del Rhin a ver la naturaleza como un todo “dehiscente” en el que lo inmanente es lo trascendente y a escuchar en el hondo rumor germinal de la tierra tanto la oscuridad del Viernes Santo como la gloria de la Resurrección. Como muchas proposiciones de Maister Eckhardt fueron declaradas heréticas por la Inquisición, este concepto permaneció latente, esperando su propia dehiscencia, hasta que en el siglo XIX el filósofo romántico Franz von Baader lo sacó a la luz ante Hegel, que exclamó: “Esto es exactamente lo que yo digo, aquí está el conjunto de mis ideas y mis propósitos”.
Para la medicina, sin embargo, la dehiscencia es la apertura espontánea de una herida quirúrgica suturada que se resiste a cicatrizar.
Y aquí estamos nosotros, entre la botánica y la medicina. Por eso Marco Aurelio nos animaba a predisponernos para que, cuando el viento frío nos arroje al suelo, no caigamos como un pájaro muerto, sino como un fruto maduro que bendice, con reconocimiento, el árbol que lo ha producido. Algunos llevan la metáfora más allá y esperan que –como cantaba Rilke- haya Alguien que extienda sus manos para acoger su caída.
La propia filosofía es también, bien mirada, dehiscente: siempre sobrepasa los intentos de clausurarla en un sistema. Ya se lo advirtió a Moisés aquella zarza ardiendo, que podría ser un arbusto florecido en el desierto: “Yo seré lo que seré” (Éxodo 3,14).
En El Subjetivo 07.04.2016