Benito Cereno es el protagonista de una novela homónima de Hermann Melville que se publicó en 1856 en el mismo volumen que Bartleby. Está inspirada en una historia real protagonizada por el español Benito Cerreño.
Todo comenzó el 20 de diciembre de 1804 en el puerto de Valparaíso. El negrero Alejandro de Aranda embarcó un grupo de 72 esclavos que había comprado en el delta del Níger, en el Prueba, un barco capitaneado por Benito Cerreño. Su destino era el puerto del Callao. Dada la gran docilidad de la carga, Aranda consideró que no era necesario utilizar cadenas. Preveía una travesía tranquila.
El día 26 de diciembre, a las tres de la madrugada, cuando casi toda la tripulación dormía, los esclavos se sublevaron, mataron a 18 hombres y, considerando que con siete tenían suficiente para maniobrar la nave, tiraron por la borda a los que les sobraban. Su jefe, Babo, ordenó poner rumbo a África. Cerreño accedió, pero en realidad siguió una derrota errática, confiando en encontrar algún barco que lo pudiera ayudar. Después de cuarenta y dos días de navegación, avistó uno en la isla deshabitada de Santa María, en el Golfo de Arauco, un lugar frecuentado por marinos estadounidenses que navegaban hasta la zona para cazar focas. Era el ballenero norteamericano Perseverance y estaba dirigido por Amasa Delano, un lejano antepasado de Franklin Delano Roosevelt, que al ver que el barco español echaba el ancla, se acercó al mismo en un bote de remo con la intención de saludar a su capitán.
Cuando subió a bordo del Prueba, a Amasa Delano le sorprendió mucho la extraña conducta de Cerreño, esquiva y errática. No se separaba en ningún momento de Babo. Era su esclavo de confianza, pero en su relación había algo oscuro, turbio, conspirativo, que sugería que Cerreño no tenía la autoridad que intentaba representar. Amasa Delano le propuso una conversación privada, pero Cerreño rechazó la invitación. Abandonó el barco inquieto y confundido. Ya había empezado a alejarse de él cuando Cerreño se lanzó al agua pidiéndole auxilio. Delano no tardó en apoderarse del Prueba y en castigar sanguinariamente a los insurgentes.
Melville leyó esta historia en Relatos de travesías y viajes por los hemisferios norte y sur, las memorias que Delano publicó en 1817. No sé si Donoso Cortés las conocía cuando describió la humanidad como una nave sin rumbo sacudida por el mar, cargada con una tripulación arisca, vulgar y reclutada a la fuerza, que vocifera y danza hasta que la ira divina la lanza al mar para que vuelva a reinar el silencio. Sí sé que un lector apasionado de Donoso, Carl Schmitt, que aspiró a ser el jurista de Hitler, se vio a sí mismo como Benito Cereno.
El 18 de octubre de 1941, Ernst Jünger, tras encontrarse con Schmitt en París, escribe en su diario: "Compara su situación con la del capitán blanco de Melville, Benito Cereno, dominado por sus esclavos negros, y cita el siguiente aforismo: Non possum scribere contra eum, qui potest proscribere". Tras la derrota de Hitler, Schmitt se presentó abiertamente como el "Benito Cereno del derecho internacional", defendiendo cínicamente que su caso no era diferente del de generaciones enteras de europeos incapaces de reconocer las dictaduras, fascistas o comunistas, que tenían delante de las narices. Y si las reconocieron, no dudaron en apoyarlas.
"¿No siente vergüenza -le preguntaron en una ocasión- de haber escrito las cosas que escribió a favor de Hitler?" "A día de hoy, sí; claro", contestó serenamente.
Según Al-Farabi, en una ciudad gobernada por un cruel déspota vivía un hombre honesto que, sintiéndose objeto de la ira del tirano, decidió exiliarse. Como el miedo había convertido a los ciudadanos en delatores, el tirano se enteró inmediatamente de sus planes y ordenó que de ninguna manera le permitieran realizarlos. Entonces, el hombre honesto se disfrazó de vagabundo, y tocando un tambor y cantando como si estuviera borracho, se presentó en una de las puertas de la ciudad. Cuando los guardias le preguntaron quién era, les contestó que era el hombre honesto, que quería huir del poder del tirano. Ellos, incrédulos, le dejaron marchar sin sospecha.
Se puede disfrutar de libertad de pensamiento o libertad de palabra, pero parece difícil disfrutar de las dos libertades a la vez. Quien quiera pensar sin corsés debe pagarle algún tributo a Babo. Puede decidir entonces representar el papel del Benito Cereno de Melville o el del hombre honesto de Al Farabi. Lo que no me parece noble es sacrificar la libertad de pensamiento para conquistar una posición social de prestigio y después querer hacer creer que no se pudo hacer otra cosa.