Los norteamericanos llamaban "educación progresiva" a lo que algunos llaman hoy, con escaso sentido de la objetividad histórica, "escuela innovadora". Sus características, según el articulista, eran las siguientes:
- Concede muy poca importancia a los aspectos formales y sistemáticos.
- Prioriza el aprendizaje informal, la experiencia y la actividad, buscando el desarrollo de la iniciativa individual del alumno.
- El maestro no es controlador, sino un guía.
- La educación no es una mera preparación para la vida futura. Por eso el interés y las necesidades del niño dan forma al programa educativo.
- El proceso es más importante que el resultado.
- Los niños aprenden haciendo (construyendo, pintando…) y se hacen demócratas practicando la democracia, resolviendo en la escuela los mismos problemas a los que tienen que hacer frente en la calle.
- La educación nace de la propia experiencia, no de la información acumulada en los libros.
- En lugar de pupitres fijos, hay bancos de trabajo; en lugar de libros de texto, diarios, revistas, libros de referencia.
- No se estudian lecciones por asignaturas, sino que se elaboran proyectos.
- Mientras aprenden haciendo, los niños aprenden a aprender.
- Los tratan a sus profesores como amigos. La clase es una comunidad democrática.
- Los padres están activamente implicados en la educación de sus hijos. Forman parte también de la comunidad democrática.
- Una escuela progresiva es ruidosa, aparentemente caótica, pero eso significa que los alumnos están ocupados en actividades.
- Cuando un alumno se muestra indisciplinados o de mal humor, no es enviado al director, sino a un psiquiatra, “que intenta encontrar que es lo que va mal en casa”.
- Los maestros disponen de un conocimiento global del alumno y valoran su progreso sin necesidad de exámenes. Ofrecen informes narrativos de los alumnos en lugar de notas que cubren todos los aspectos de su desarrollo.
- La escuela es un instrumento del cambio social. Cada escuela ha de ser un embrión de una sociedad democrática en la que el niño participa como un miembro de pleno derecho.
Aunque el tono general del artículo es laudatorio, hay un par de sombras planeando por el mismo. Primero porque sugiere que a diferencia de lo que había ocurrido a comienzos de siglo, en los años treinta la imagen de la escuela progresiva ya no era la de grandes maestros, sino la de sus propagandistas, “un grupo de jóvenes cuyo trabajo es vender educación progresiva”. En segundo lugar, el articulista reconoce que los alumnos de las escuelas progresistas no acceden a la universidad mejor preparados que el resto, pero tiene el cuidado de observar que “el objetivo de la educación progresiva es más profundo que la cuestión de la eficiencia. El primer principio y la religión de la educación progresiva es la democracia, y su mayor preocupación es la de cómo alcanzarla”.
En realidad la educación progresiva se hundió en los años cincuenta por los malos resultados de sus alumnos. Los demócratas fueron retirándole poco a poco su apoyo y hasta la misma Eleanor Roosvelt llegó a decir que eso de la educación progresiva era una idea que parecía buena, pero que no lo era. Sin embargo algunas escuelas se mantuvieron fieles a su ideal, sin importarles las críticas a sus resultados. Eran escuelas que acogían a los hijos de los conocidos como “limousine liberals”. Los hijos de los Rockefeller, por ejemplo, iban a la Lindon School, la escuela experimental de la Universidad de Columbia.
Por lo que leo, los actuales revitalizadores de estas ideas parecen estar convencidos de que si hasta el presente han fracasado, no ha sido porque no fueran buenas, sino porque ellos no estaban al mando de las mismas.