En 1925, John Dewey publicó en The New Republic una interesante reseña del libro de Walter Lippmann The Phantom Public, de la que extraigo el siguiente párrafo:
“Para aquellos que piensan que el derecho divino que una vez perteneció a los clérigos, y que fue heredado por los reyes, ha descendido sobre la masa del pueblo, supone una ganancia indudable que se les haga saber que la democracia no ofrece una protección automática contra el abuso de poder. La razón de este abuso parece proceder de la estupidez, la intolerancia, la terquedad y la mala educación; y da lo mismo que estos rasgos ornamenten a un monarca, adornen a una oligarquía o suministren su insignia moral al pueblo.”
Llevo varias semanas intentando aclararme sobre lo que se ha dado en llamar "el debate Dewey-Lippmann". El asunto es complejo porque, en realidad, este debate nunca existió. Todo lo que tenemos es un par de reseñas de Dewey de un par de libros de Lippmann, pero éste no respondió y, por lo tanto, no hubo debate. Lo que hubo fue un intento sesgado por parte de los seguidores de Dewey en los años 80 de falsear la realidad de lo sucedido y así llevar el agua al molino de sus intereses ideológicos. Para ello convirtieron a Dewey en paladín de la democracia participativa y a Lippmann en un antidemócrata que defendía una concepción de la democracia elitista -una especie de mandarinato democrático. Lo más curioso es que circulan por internet cientos de artículos que dan por supuesto este invento.
Si nos limitamos a leer las reseñas de Dewey, lo que descubrimos es un tono general de alabanza al rigor analítico de Lippmann y una divergencia respecto a las alternativas. El problema que ambos comparten es el de la separación entre ciudadanía y gobierno. Ambos entienden que para reducir esa separación se necesitan instancias mediadoras. Lippmann piensa en el papel que podrían jugar los intelectuales y Dewey en "la mejora ética de la prensa". No parece que podamos incluir a ninguno de ellos en la lista de los grandes profetas.