En el diario ARA. 06/18/2016
Los griegos disponían de un concepto político que a nosotros nos falta: el de politeia. Isócrates, en el Aeropagítico define la politeia explícitamente como "el alma de la ciudad". A veces se traduce por régimen. Es una traducción correcta si entendemos que el régimen político es la forma en que se rige un pueblo de acuerdo con su talante. La politeia es el conjunto de usos y costumbres que hace de un grupo de personas una comunidad. Platón, en el Menexeno, la considera el alimento político de los ciudadanos.
Peter Sloterdijk ha hecho indirectamente una buena aportación a la reflexión sobre la politeia en Estrés y libertad (Arcadia, 2016), cuando defiende que un pueblo podría ser visto como un sistema orgánico de preocupaciones con un modo propio de autoestresarse.
El estrés sería la argamasa que permite constituir la diversidad de los individuos en una comunidad de copertenencia. En consecuencia, la principal condición de la vida política exitosa sería la ausencia de calma. "Un flujo constante, más o menos intenso, de temas estresantes debe encargarse de sincronizar las conciencias para integrar la población en una comunidad de preocupaciones y excitaciones que se regenera día tras día". Contemplada así, una nación sería "un plebiscito diario, pero no sobre la Constitución sino sobre la prioridad de las preocupaciones". Cuanto más compleja sea una sociedad, más necesidad tendrá de "fuerzas estresantes" que impidan la descomposición. "El macrocuerpo psicopolítico que llamamos sociedad no es, en efecto, más que una comunidad de preocupaciones que entra en vibración en virtud de temas estresantes inducidos mediáticamente". La politeia sería, entonces, el alma neurotitzada de la comunidad. Creo que eso le gustaría a Freud. No se puede negar la fuerza cohesionadora de la sensibilidad colectiva al agravio. Pero Sloterdijk olvida del poder aglutinador de la fiesta.
En el Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam, que bien sabía que no se puede gobernar ningún pueblo con silogismos, defiende que la naturaleza ha dado tanto a los individuos como a los pueblos un cierto amor propio comunitario, o sea, la capacidad para celebrarse o festejar a uno mismo. Si este amor lo dirigieran a otro, estaríamos hablando de adulación, que es una conducta servil. Pero el amor propio comunitario "permite que cada uno resulte a sus propios ojos más satisfactorio y estimable, lo que supone ya una parte muy sustancial de la felicidad". El amor propio comunitario, podríamos decir nosotros, es un componente esencial de una politeia que no esté condenada a la neurosis permanente. Es un sentimiento muy cercano al chovinismo. Pero políticamente es más sano situarse cerca del chovinismo que del desinterés por uno mismo.
Una cultura se puede ver como un grupo de personas diversas que bailan al son de una música que sólo ellos escuchan. Si un forastero los viera, se sorprendería mucho de la coordinación de sus movimientos, precisamente porque sería incapaz de escuchar la música que los guía y cohesiona. Quién no escucha la música común es un marginado. Pero la sensibilidad auditiva hacia nuestra música no es autónoma. Tampoco lo es la tendencia espontánea de nuestros movimientos buscar una música que los coordine. El ideal moderno de la autonomía es muy osado porque el sujeto que creemos que somos está siempre sujeto a una música que nos precede y nos hace bailar como sujetos. Todo sujeto está sujetado. El individualista es un okupa de su cultura.
Siguiendo con la imagen de los bailarines, podríamos decir que es más autónomo quien baila mejor, porque marca la pauta al resto. Por eso la ética es a la vez una estética y una política.
Ninguna tradición -y ningún régimen político- es perdurable si no es capaz de generar sus propios hechizos sobre ella misma. Ninguna tradición -y ningún régimen político- se mantiene en pie únicamente para la bondad de sus leyes. Toda constitución que quiera perdurar necesita el apuntalamiento de una politeia. Las tradiciones y los regímenes con una larga historia son los capaces de convertir sus usos y costumbres en evidencias ciudadanas.
La racionalidad de una tradición o de una institución no se encuentra en lo que dice o hace, sino en nuestra incapacidad para vivir sin ella y en el depósito de confianza que pone en nuestras manos para encarar el futuro. Podríamos decir que la soberanía se predica en primer lugar en la música que nos hace bailar, porque gracias a ella un pueblo accede a la realidad. Soberano, en el sentido pleno, antes de que el pueblo, lo es el discurso con el que el pueblo legitima soberanía. En este sentido tenía razón Dewey cuando decía explícitamente en Freedom and Culture que si un gobernante fuera capaz de controlar las canciones de una nación, no tendría ninguna necesidad de leyes.