Cuando Javier Pérez Andújar publicó Los príncipes valientes, le escribí una reseña en La Vanguardia que ahora me parece oportuno recuperar.
Javier Pérez Andújar acaba de publicar Los príncipes valientes, una novela espléndida. No me detendré en sus méritos literarios, que doctores tiene la crítica, sino en lo que tiene de manifiesto existencial de una tierra de nadie, de un no lugar de Cataluña. Porque no todas las geografías sentimentales de Cataluña caben en los mapas oficiales. Los pobladores de este no lugar son, básicamente, los hijos de la emigración de los años cincuenta, obligados a construirse urgentemente un mundo propio con lo que tenían a mano. Como las señas de identidad son tan necesarias como los códigos genéticos a veces hay que conquistarlas, especialmente si se vive a oscuras, a zarpazos. Y lo que había disponible era, por una parte, la memoria desarraigada de los progenitores y, por otra, lo que se exhibía en el mercadillo de la cultura popularmente accesible.
Los protagonistas de Los príncipes valientes son, en primer lugar, el Besós y, en segundo lugar, dos niños que disfrutan del insólito don de saber ver lo que se les muestra espontáneamente y que, en consecuencia, aman el gesto humilde de nombrar, porque en su humildad descubren que se encuentra el milagro que salva lo cotidiano de su caída en la trivialidad. Son dos niños que aún no sospechan el precio que tiene que pagar por su inteligencia el que ha nacido en un barrio en el que la imperiosidad del trabajo sólo deja tiempo libre para las frases hechas. Pero el lector sí que sabe que los mismos padres que espoleaban a sus hijos hacia un día de mañana que pasaba inevitablemente por una larga peregrinación de pupitres y maestros, los empujaban hacia el desierto del desarraigo. Ganarse el día de mañana significaba para los hijos de aquellos emigrantes hacerse extraños a su propia familia y, por lo tanto, renunciar definitivamente al cobijo que les había ofrecido el barrio de su infancia. Se formó así en Cataluña una generación tan incapaz de volver al pasado como de habitar en el día de mañana, que siempre estaba por llegar, cuando no pasaba irremediablemente de largo. Javier, sin embargo, ha hallado la manera de hacer habitable esta tierra de nadie gracias a la literatura, elaborando, desde las orillas del Besós, una hermosísima confesión de que ha vivido. Sin proponértelo ha escrito El Jarama de unos catalanes con más geografías sentimentales que patrias y que por eso nunca tuvieron vergüenza de contemplarse a sí mismos en la superficie reflectante del río Besós. Más aún, como muestra de agradecimiento a este río y a una lengua que creció intempestiva en sus orillas, Javier ha desviado el curso del río, para permitir que desemboque en la historia de la literatura.