Un día entretenido, el de hoy. Tras acabar la correspondencia entre Menéndez Pelayo y Valera, le he hincado el diente a Pepita Jiménez, intentando comprender qué podía ver don Marcelino en esta novela de su amigo para alabarla tanto. De postre, El diablo mundo, de Espronceda, donde se encuentra la exclamación que da título a este post. Mientras leía a Pepita Jiménez me iba enfadando conmigo mismo por haber dedicado tanto tiempo de mi vida a leer memeces mientras tenía a mi lado novelas magníficas, como ésta, cuya lectura iba postergando hasta no sé qué ocasión. Es evidente que a don Marcelino le tenía que gustar: Pepita Jiménez es una obra maestra. Al diablo mundo he ido a parar porque de repente he pensado que su protagonista, Adán, es nuestro Frankenstein. He encontrado abundantes motivos para apoyar esta tesis. Pero explicar todo esto sería demasiado largo. No sé si a ustedes les interesa y, sobre todo, ahora mismo son las 2:32.
Llevo audífonos. Una burrada de caros. Van incrementándose las prótesis. Hoy he sabido por qué los días anteriores no me funcionaban: ponía mal las pilas. Tras haber vuelto locos con mis quejas a los otorrinos, me siento bastante ridículo y avergonzado.
Otro día les hablaré de México. He recibido una invitación del Ateneo Español. La firma ni más ni menos que Carmen Tagüeña.