Son varios los cronistas que aseguran que a la edad de 22 años Fernando de Córdoba se sabía de memoria todos los libros que su tiempo consideraba relevantes: La Biblia (con las glosas de Nicolás de Lyra), las obras de Santo Tomás, Alejandro de Hales, Escoto y Buenaventura; todo Averroes, el Canon de Avicena y el Cuerpo del Derecho Canónico. Dominaba también el latín, el griego, el hebreo, el caldeo y el árabe. En el año 1445 se presentó en la Universidad de París y les metió una tal zurra dialéctica a todos los maestros que allí había, que fue considerado el Anticristo y encerrado en una cárcel. Tras fugarse, acabó refugiado en Italia, bajo la protección del poderoso cardenal Bessarion. Conservamos de él varias obras, entre ellas el De artificio omnis et investigandi et inveniendi natura scibili, que pretende unificar y ordenar todos los saberes en una ciencia englobante y fundamental mediante la reducción sucesiva de lo compuesto a lo simple. Por supuesto, fracasó, pero, como pregunta Menéndez Pelayo, "¿Qué es toda la filosofía sino una aspiración, más o menos frustrada, a esa síntesis suprema?"