Llevo un tiempo sospechando que hay demasiados buenos.
Los veo por todas partes, agazapados tras una buena causa, esperando la oportunidad de saltar sobre ella y poner de manifiesto públicamente lo buenos que son.
Creo, incluso, que comienza a haber buenos en paro porque todas las buenas causas ya están copadas.
Son gente -no hay duda de ello- buena. Muy buena. Tan buena, tan buena que la mayoría no tiene tiempo de hacer bien su trabajo. Están agobiados de bondad.
Siempre sospeché de la llamada RSC, Responsabilidad Social Corporativa, porque me parecía que, por ejemplo, la obligación de un banco es hacer bien su trabajo con inteligencia y honestidad, no competir éticamente con otros bancos. Pasarán a la historia del absurdo aquellas cajas de ahorros que pedían a sus clientes que eligiera la buena causa en la que la entidad mostraría su generosidad filantrópica, mientras en sus despachos de dirección jugaban a la ruleta rusa haciendo caridad con dinero ajeno.
Pero la RSC es sólo un índice de la beatería de la moral del psicosocialismo triunfante.
Yo, buenos, buenos a secas, sólo quiero los justos. Pero buenos vecinos y buenos profesionales, cuantos más mejor. ¡Que Dios condene al peor lugar del infierno al que te sirve a primera hora de la mañana un café que te deja el cuerpo revuelto el resto del día!
No quiero empatizar con nadie. Pero cedo el asiento en el tren si hay alguien que lo necesita más que yo y ayudo a llevar el carro de la compra a una viejecita. No lo hago por empatía, sino por urbanidad.
Tampoco quiero que empatices conmigo. Si alguna vez tropiezo y me caigo, no hace falta que sientas mi dolor, tendré suficiente con que me ayudes a levantarme.