Algo ocurre con el amor que cuando hablamos de él todos tendemos a ponernos unos guantes idealistas, como si el amor fuese exclusivamente una propiedad del alma y el sexo una circunstancia menor, meramente accidental del erotismo. El origen de esta actitud no comienza con San Agustín, sino con el mismo Platón o, mejor dicho, con una lectura sesgada de Platón que ignora los esfuerzos que realiza este filósofo por captar la complejidad de Eros, al que ve como un fenómeno a la vez antropológico y cósmico.
Para curarse de la tentación de desnudar al amor de todo olor a cuerpo, uno debe recordar que los genitales se buscan al menos con tanto interés como las almas y que, quien tiene alma, si es hombre, tiene también genitales. En definitiva, que quien habla del amor es una especie de oxímoron ontológico.
La tendencia al idealismo erótico suele dar por supuesto que el amor es clarividente. San Agustín decía que cuando se ama, el amor hace a lo amado mejor y más enteramente conocido y una larga tradición neoplatónica ensalza el poder iluminador de la "mirada erótica". Esta tradición llega hasta Percy Shelley y, a través de él, desemboca en Ortega.
Sin duda el amor tiende a idealizar el objeto amado, ¿pero es evidente que esta idealización nos haga clarividentes y nos permita un mejor conocimiento del mismo? Según Ortega, el amor es un estado de imbecilidad transitoria. Lo dice como algo positivo. La imbecilidad sería la condición de quien tiene toda su capacidad atencional concentrada en un punto, con lo cual toda lo que está en la periferia de ese punto se le vuelve borroso y carente de interés; pero, precisamente porque su atención está concentrada en un único punto, el imbécil sería capaz de descubrir en él los rasgos que para los no imbéciles pasan desapercibidos.
Insisto: ¿es evidente que esto sea así?
¿No ocurre, más bien, que el objeto del amor queda fragmentado por su idealización? ¿Aquello que subyuga nuestra atención es todo el objeto amado o una parte del mismo? ¿Es el todo de la persona amada lo que amamos o un simulacro parcial que confundimos con el todo?
¿No ocurre que cuando amamos a alguien de manera inevitable excluimos de ese alguien todo aquello que pudiera, al menos potencialmente, tener de poco atractivo e incluso de repulsivo? Sé que me estoy metiendo en un berenjenal, pero me atrevo a sugerir que el amor es un ejercicio de represión selectiva que se pone a prueba precisamente cuando tiene que hacer frente a la integridad del ser querido. En ese momento es cuando, una vez descubierto lo que no nos gusta de él, hay que decidir (si es que en cuestiones de amor puede decidirse uno) si, puesto que no lo amamos por eso que acabamos de descubrir, seguimos amándolo a pesar de eso.
Hay otra faceta del erotismo, más oscura y mucho más difícil de tratar, porque nos sitúa cara a cara ante nuestra condición de seres naturales. Platón trata de ella en la República cuando dice que en una ciudad bien gobernada los deseos son controlados y vencidos por la prudencia y la ley. Quienes leen a Platón de manera beata se suelen quedar aquí. Pero Platón, que no es ciego ante la realidad, dice bastante más que esto. En primer lugar puntualiza que este control de los deseos sólo se lleva a cabo "en la medida de lo posible" y esta no es una precisión menor. En segundo lugar, añade que en toda ciudad, sea cual sea la bondad de su gobierno, existirán siempre deseos que vayan contra la ley. En tercer lugar sugiere que estos deseos son universales, como se pone de manifiesto en los sueños, cuando la parte más salvaje del alma se considera liberada del sentido de la vergüenza y de la cordura. El psicoanálisis confirma cínicamente esta tesis cuando dice que los buenos son aquellos que se contentan con soñar lo que los otros, los malos, hacen en la realidad. Sea como sea, el amor que dura es aquel que se confirma cada mañana a la hora de despertarse.