A mi nieto Gabriel, que tiene 3 años, le gustan los trenes. Pero el suyo no es un gusto normal para un niño de 3 años. Le apasionan. Ayer estaba viendo con tanta atención un reportaje en la tele sobre el sistema de frenado de los trenes suizos que cuando el reportaje era interrumpido por los anuncios publicitarios, protestaba de manera muy airada. Yo estaba a su lado y era incapaz de entender qué fascinaciones irresistibles encontraba la criatura en aquellas imágenes. Pero allí estaba él, sin poder apartar la mirada de la pantalla. He dicho bien: el sistema de frenado de los trenes suizos.
Le gusta ir a ver pasar los trenes y esta misma mañana ha estado a punto de marcharse solo de la Plaza de Ocata, donde estábamos desayunando, para ir a la vía. Si estamos cerca de la vía se emociona profundamente cuando ve pasar un tren y lo saluda de manera tan efusiva que muchos maquinistas sueltan un pitido rotundo cuando lo ven.
Y yo me pregunto: ¿Por qué demonios nos ha salido en la familia esta criatura tan apasionada por los trenes si a los demás las cosas de los ferrocarriles nos dejan completamente indiferentes?
No tengo ni idea y eso, en parte, me alegra, porque significa que la influencia familiar en el desarrollo de los intereses del niño, siendo, sin duda, importante, nunca es completamente determinante. Los niños, al final, salen como salen. Les puedo asegurar que nadie de mi familia -excepto Gabriel, claro- está ni remotamente interesado en el sistema de frenado de los trenes suizos. Pero por otra parte todo esto me intriga: ¿Cómo demonios aparece el interés? ¿De qué semilla crece? ¿Cómo se nutre? Y, en realidad, ¿de qué hablamos exactamente cuando hablamos de interés?