Esta misma mañana.
Me ha apetecido hacer croquetas de pollo, que me salen muy ricas, y estaba yo comprando un pollo.
En la pollería nos encontrábamos la pollera y yo solamente. La mujer, discreta y diligente, bajita y delgada, de unos 40 años, me ha enseñado varios ejemplares para que eligiera en que más me conviniera y me ha dicho que por cada pollo regalaba media docena de huevos. Y entonces ha llegado un señor. Me resulta difícil describirlo: Unos 70 años, encanecido, barba de varios días, barriga prominente, gafas. Me he fijado en él porque nada más situarse a mi derecha ha comenzado a hablar con la pollera de cuando se murió.
La mujer ha reaccionado con tanta normalidad que no he tardado en darme cuenta de que estaban reanudando una conversación anterior que por lo que fuera habían interrumpido no hacía mucho rato.
El hombre describía de manera muy viva su experiencia. Se murió en el quirófano y se vio a sí mismo elevándose sobre su cuerpo y entrando en la luz, mientras experimentaba una gran calma. Ha insistido en la profundidad de la calma. Yo intentaba aparentar que escuchaba una confesión anodina sobre cualquier tema trivial. Pero no ha sido fácil, porque la pollera le ha contado también su experiencia de la muerte y de la luz y de cómo se elevaba y si bajaba la cabeza para la derecha veía a su madre en la habitación de al lado haciendo punto y si la bajaba hacia la izquierda, a su padre, que estaba sentado junto a su cuerpo muerto.
Me ha dado el pollo, la media docena de huevos, me ha cobrado y allí los he dejado a los dos, hablando de sus cosas.