“Con una maleta a la espalda, atada a la gabardina y a paso de marcha avanzamos hacia el sur dejando detrás de nosotros miles de vehículos paralizados, la carretera no es suficientemente ancha para ellos. Unos ríen, otros lloran… El día 13, creo, o sea, un día antes de que los nazis entren a París”.
El anterior es un fragmento del diario de un joven republicano español que tras muchas peripecias, pasó la frontera francesa en 1939 y, tras una temporada en un campo de refugiados, creyó ingenuamente haber encontrado un futuro en París. Su huida hacia el sur acabará en otro campo de refugiados y, tras escaparse del mismo, en Marsella, en Casablanca, en Veracruz... hasta que vuelva anciano y ciego a España. Sus cenizas se dispersaron en el Mediterráneo.
Ya sé que el pasado está condenado, porque el presente se alimenta más de esperanzas de futuro que de recuerdos de lo pretérito y que vivir es en buena manera olvidar, pero leyendo experiencias como las de este compatriota, me pregunto si es inteligente olvidar tanto como olvidamos y, sobre todo, si es inteligente utilizar la memoria como arma arrojadiza en lugar de hacerla servir para comprendernos más cabalmente a nosotros mismos y a nuestras fuerzas. Pero también me pregunto si no hay un deber moral de memoria, si no somos moralmente responsables de tanto olvido.