El teléfono sonó: “Ven rápidamente, Yesenin se ha suicidado.” Salí corriendo, perplejo. Subí a su habitación en el Hotel Internacional. Apenas podía reconocerlo. No parecía el mismo. La tarde anterior habíamos estado bebiendo juntos y se mostraba normal. Cuando se despidió dijo: “Quiero estar solo…”. Se despertó con tristeza y sintió la necesidad de escribir algo, pero no tenía ni lápiz ni pluma. Tampoco había tinta en el hotel, pero encontró una cuchilla de afeitar con la que se hizo un corte en la muñeca y con una pluma oxidada mojada en su propia sangre, Yesenin escribió sus últimos versos:
“Adiós, amigo mío, adiós…
… No hay nada nuevo por lo que morir en esta vida,
pero no parece haber tampoco nada nuevo por lo que vivir”.
Lo encontraron colgado, con una correa de maleta alrededor del cuello, su frente se había magullado al caer, una vez muerto, contra una tubería.
“Podría pensarse en él como en un joven soldado que muere solitario”, me dije, “tras haber sido amargamente derrotado”. Treinta años, en la cumbre de su fama, casado ocho veces… Era nuestro gran poeta lírico, el poeta de los campos rusos, de los cafés de Moscú, el cantante bohemio durante la revolución.
Vladimir Mayakovsky, segundo en popularidad tras Yesenin dijo en su despedida:
"Este mundo no está muy bien equipado para la felicidad
Debemos buscar la felicidad en algún tiempo futuro"
Mayakovsky no tardó en matarse a sí mismo con una bala en la cabeza; pero esta es otra historia. A través de la noche nevada, llevamos el cuerpo de Serguéy Yesenin. No es este un tiempo adecuado para sueños o poemas. Adiós, Yesenin.