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El café de Ocata
Manuel Durán, barcelonés exiliado a México tras la guerra civil, fue un buen poeta, un muy buen crítico literario y un meritorio filósofo. Tras diversas idas y venidas se instaló finalmente en la universidad de Yale, desde donde podía observar bien la realidad norteamericana. Por eso me alegré mucho al encontrarse un importante artículo suyo, titulado “Dewey y la crisis de la educación en los Estados Unidos”, en la revista Cuadernos Americanos (Núm. 5, septiembre-octubre 1959).
Durán comienza reconociendo “la conciencia de una crisis, de una falta de adecuación entre lo que se ha propuesto el proceso educativo y lo que efectivamente ha conseguido y está consiguiendo”. En los Estados Unidos esta conciencia fue especialmente aguda en los años en los que los soviéticos, tras poner el Sputnik en órbita (1957), parecían capaces adelantar tecnológicamente a los Estados Unidos.
Los norteamericanos se preguntaron por qué se estaban quedando relegados y la respuesta que encontraron fue que la educación que proporcionaban a sus jóvenes no estaba a la altura de las necesidades de los tiempos. Esta educación estaba mayoritariamente en mano de los seguidores de Dewey, que conformaban el "movimiento de ‘educación progresiva’ (o radical, o avanzada, o como queramos llamarlo en español).”
Manuel Durán no pone en duda las buenas intenciones de Dewey, aunque lo tacha, tanto por su biologismo como por su optimismo cientifista, de hombre del siglo XIX. Efectivamente, esto es lo que fue. Su pedagogía es una respuesta a las necesidades de la sociedad industrial y está elaborada con herramientas conceptuales propias de finales del siglo XIX. Por eso resulta tan irónico que los pedagogistas innovadores que critican a la escuela que llaman tradicional por considerarla la escuela de la sociedad industrial, recuperen a Dewey para dar forma a la escuela de la sociedad del siglo XXI.
¿Cuál ha sido el resultado de la escuela progresista americana? Esta es la respuesta de Manuel Durán: “La revolución ha sido en algunos casos radical, en otros menos, pero ha ido siempre en el sentido de aflojar la disciplina, dejar al niño mayor iniciativa, relacionar en lo posible los conocimientos que hay que adquirir y la experiencia cotidiana del niño (...). Ningún otro país ha llegado a tales extremos; a tal ausencia de disciplina a tanta libertad de elección de materias o asignaturas, a tanto desprecio por el pasado, a una entronización tan completa de las ciencias sociales y de todo lo que pueda ser ‘estudiar el presente’ (...). Dewey suponía que los estudiantes, absortos en problemas que de veras les interesaran, se disciplinarían a sí mismos, se impondrían espontáneamente un esfuerzo de atención y de respeto por los asuntos tratados, mucho más provechoso moral y prácticamente, que la disciplina cuartearía, impuesta desde arriba… Hay que confesar que estas nobles ideas fracasan en la práctica con aterradora frecuencia, y que los maestros, uno tras otro, incluso cuando son ardientes partidarios de Dewey, confiesan que la disciplina se ha convertido en el problema número uno, y que no pueden resolver precisamente porque el hacerlo por imposición autoritaria destruiría una base fundamental del sistema pedagógico en uso.”
“La escuela tradicional", concluye Durán, "desatendía al niño y sus problemas; la nueva pedagogía desatiende a la cultura (...). La falta de buenos cursos de matemáticas impide a muchos estudiantes seguir más tarde una carrera científica (...). La disciplina impuesta desde arriba es a veces indispensable para mantener el esfuerzo creador (y para no agobiar al estudiante con responsabilidades excesivas: ‘maestra, ¿tenemos que hacer hoy, otra vez, lo que queramos?’, clamaba cierto día, desesperada, una alumna de una escuela ‘progresiva’)."