Querido Gregorio,
... Y por otro lado, te mando mis disculpas por lanzarte -desoyendo tu petición- la pregunta sobre el nihilismo al que aludes en la imagen del viernes Santo. Así, valga como intento irónico para una justificación que me aventuré a formular la pregunta por el deseo sincero de comprender cómo vives esa soledad de la que nos hablaste en tu casa. En lealtad con la experiencia más humilde que hago en el fragor cotidiano, también yo, cristiano cautivado por el acontecimiento siempre nuevo de la vida en Él, percibo como constitutiva de esta nuestra naturaleza humana una cierta sombra punzante de viernes santo. Como alfiler que aguijona sutilmente el corazón, el sepulcro persigue encerrarme en la sombría autosuficiencia de la nada. Quizá sea el aguijón de la eterna tentación.
En este punto solo me descoloca que la belleza también hiere.
Abrazo,
L.
Querido L.
Hay un cuento de Pavesse en el que se dice que Zeus abandona de vez en cuando el Olimpo para perderse entre los hombres. Se dedica a recorrer las viñas, los mercados y las calles. Zeus sabe que sólo entre los hombres se puede disfrutar del sabor de lo efímero. Hay experiencias que sólo muestran su esplendor porque son mortales y finitas.
Yehuda Halevi se preguntaba si es posible amar lo que la muerte ha tocado. Yo me pregunto si es posible no amarlo.
La belleza del mundo nos conmueve porque es caduca.
En definitiva: yo encuentro una singular belleza en lo limitado y lo finito, que no sé hallar en lo ilimitado e infinito. En lo infinito no hay lugar para el aguijón de la belleza caduca.
Hay un deseo de aguijón, un deseo de lo finito.
En este sentido el Viernes Santo es algo más que el día en el que hay que rasgarse las vestiduras y cubrirse la cabeza con ceniza. Es el día en que se nos invita a amar lo que la muerte ha tocado. Por eso es San Nihilismo.
La soledad no tiene por qué ser irremediablemente trágica. Hasta Jesús, sólo los hombres -en ningún caso los dioses- podían sentirse solos. Jesús ha santificado también la hoja que se desprende de la rama en otoño y cae, sin estridencias -más aún: con agradecimiento-, al suelo para morir entre las raíces del árbol que le dio vida.
Un fuerte abrazo.