IMe desvelo con el título de un libro hipotético y en modo alguno imposible o innecesario en la cabeza: Los pedagogos de Herodes.
IIMi nieto duerme a mi lado. Ayer me pidió a ver si se podía meter en la cama conmigo. Le puse como condición la lectura de 25 páginas del libro que cada uno de nosotros está leyendo. Yo, Doug Lemov, él, Roald Dahl. Lo miro de reojo con envidia. Sale, claramente, ganando. Noto la excitación con que pasa cada página. Eso es leer. Lo mío es otra cosa. Lo mío es una tertulia de resabios.
IIILa profunda paz de la noche siempre sorprende. Mis vecinos duermen y sus sueños serán, posiblemente, los sueños comunes, que cada uno creerá propios e intransferibles. La noche como la democracia genuina, la de los sueños: la libertad de poder ser cuanto hemos ido reprimiendo durante el día.
IVAyer por la mañana me fui con mi nieto a barcelonear. A recorrer las callejuelas de la Barcelona vieja sin ton ni son, a la búsqueda del azar amigo. El espectáculo de la vida deja boquiabierto al niño que cada día descubre una nueva faceta de un mundo que parece recién hecho para disfrute de su mirada. A los viejos, como mucho, nos produce piedad. A veces la indiferencia puede ser la mal alta forma de piedad. Pienso en el hombre desnudo en Sant Pere de les Puelles.
VComimos en un bar por 9 euros, rodeados de albañiles, policías y ancianos desvalidos. Visitamos librerías de viejo y le enseñé alguno de mis rincones preferidos de la ciudad. A él lo que le fascinaba era el laberinto de las callejuelas y alguna pintada que anunciaba el poder demográfico de las ratas.
VILa curiosidad infantil es real. Tan real como su caprichosa indisciplina. Es una curiosidad caótica, ametódica y epidérmica, que salta de superficie en superficie. Educar la curiosidad exige proporcionar conocimientos que hagan posible el ejercicio de la mirada profunda. No es fácil, pero ¿cómo se puede sentir curiosidad por lo que se desconoce? ¿Cómo aprender a detenerse ante las superficies que sugieren profundidades?
VIISiento como un abismo ante las posibilidades que un niño tiene abiertas y, sobre todo, ante la responsabilidad de las puertas que, queramos o no, les abriremos y les cerraremos. No lo haremos ni con nuestros consejos ni con nuestras prohibiciones, sino con el ejemplo de la intensidad con que nosotros abrimos o cerramos cada puerta. Les enseñamos por impregnación. Es la sinceridad de nuestros gestos lo que los educa. Y esa sinceridad no se puede fingir. Los educamos con los que somos (y ahí va incluido todo aquello que llevamos toda la vida intentando sacudirnos de encima). VIIIMe gustoó mucho que me estuviera ayudando a elegir libros viejos. Es decir a descubrir que lo viejo podría tener un valor para su abuelo. Gracias a él me hice con las primeras ediciones (no en muy buen estado, todo hay que decirlo) de la biografía de Maura de Luis Antón de Olmet y Arturo García Carraffa; de la biografía de Costa de Luis Antón de Olmet y de El temperamento español, de Álvaro de Albornoz.