I Dejé a los nietos con sus padres, vine a casa, cogí el bañador, la toalla y las chancletas y me fui a la playa, que está a 200 metros, con la misma ansia con la que un vaquero cargado de polvo y millas va directo al “saloon” a vaciar una botella de whisky. Entré en el agua lentamente, como quien penetra con respeto en el misterio de un lugar sagrado, di cuatro brazadas y me dejé llevar, flotando con los brazos en cruz bajo un cielo protector. “Là, tout n’était qu’ordre et beauté, / luxe, calme et volupté”. ¡Qué paz! Algo en mí se iba diluyendo como un terrón de azúcar proporcionándome una liviandad de ángel. De lo lejos me llegaban de vez en cuando voces de niños, pero no eran los míos.
II Ayer reencuentro con amigos madrileños y repaso general de chascarrillos filosóficos, por ejemplo, el de aquel famoso catedrático de filosofía que se llevaba a sus alumnas a una casa que tenía en la playa para que, entre otras cosas obvias, le hicieran la comida, le fregaran los platos y, de paso, le dieran un repaso a la casa. Una de ellas -lo sé por su propio testimonio-, viéndose a sí misma con el delantal ante la vajilla por fregar, se sublevó diciéndole: “Mira, X, no hay contradicción entre Platón y los platos”. “Sí la hay, le contestó el catedrático, tú, a los platos, yo, a Platón”. “Pues aquí te quedas, con los platos y Platón”. Con lo cual la alumna de la semana siguiente se encontró con doble faena.
III O la del genial J., que en aquellos tiempos en que estaba de moda la teoría del caos, la termodinámica de los procesos irreversibles, la K de Kolmogorov, la estocasticidad y esas cosas, fue invitado a dar una conferencia en el Museo de Dalí en Figueras, ante un puñado selecto de inteligencias patrias, entre ellas, la anterior de Platón y los platos. J. dijo lo que había venido a decir y al terminar de hablar, uno de los presentes, un catedrático de filosofía de gran prestigio, se levantó para celebrar el festín filosófico que acababan de recibir: “¡Qué profundidad! ¡Qué sutilezas!”. Una vez roto el dique de las alabanzas, los que vinieron después, para no ser menos y dejar clara su perspicacia, llevaron las hipérboles laudatorias hasta el ridículo. Así que J. se vio obligado a poner punto final a aquella orgía de ridiculeces revelando que había preparado su conferencia con su “máquina de generación de pensamientos sublimes”. Es decir, con un programa de ordenador que organizaba en frases sintácticamente perfectas una lista del vocabulario más engorroso de Heidegger, Derrida, y demás héroes de la hermenéutica oscura. El ordenador era capaz de generar sentencias como ésta: “El ser que ha hecho del ser su razón de ser, espera el Ereignis gestionando el Gestell, al acecho de un futuro en el que, acaso, la estocasticidad, entendida como “tó autómaton”, pueda abrir las puertas al reencuentro con una casualidad en que lo causal no sea un determinismo falocarnologocéntrico”.
IV Yo imité a J. en circunstancias que no me atrevo a contar, porque están muy vivos los que me escucharon, felicitaron y publicaron mi conferencia.
V Yo tenía un sombrero. Un sombrero que le compré a una india Hualapai en una reserva india de la Devil Dog Road, tras comer unos huevos rancheros que me hicieron desayunar entre lagrimones, por lo que picaban. Pero a mí me enseñaron en casa que nunca hay que dejar nada en el plato. Con aquel sombrero accedí a la mítica Ruta 66. Mi Agente Provocador iba sintonizando emisoras ortodoxamente fieles al rock clásico. Poco antes de llegar a Peach Spring nos vimos rodeados de un grupo numerosísimo de moteros. El más joven había superado los sesenta años, pero se mantenían fieles a sus Harleys y a sus mitologías. Yo no me separaba de mi sombrero. Con él llegué a Mesa Verde, al Valle de la Muerte, a Zabriskie Point, conocí al indio navajo Steve Manel… El otro día se me ocurrió llevarlo a Cardona. Mis nietos se apoderaron de él y por algún sitio de la geografía catalana se ha quedado, porque no ha vuelto a casa. Allá, en el mar, flotando a la bartola, me despedí de él.