Me gustaría hablar del momento del despertar. De esos segundos en los que emerges de ti mismo y apareces ante el mundo desnudo de verdad (desnudo de ti mismo y de certezas). Pero para poder hacerlo bien, necesitaría vivir esa secuencia completamente despierto, registrando el proceso meticulosamente con mi conciencia.
Se puede intentar hablar con un pelín más de rigor de eso que llamamos espabilarse pensando en lo que nos pasa cuando lo experimentamos en un lugar extraño. Entonces todo ocurre con una cierta lejanía, porque la desubicación es mayor, y, por lo tanto, con un poco más de perspectiva. Lejos de nuestra cama, el despertar tiene algo de reubicación completa.
Lo primero, especialmente cuando hay que desadormecer a las órdenes del despertador a horas intempestivas, es recuperar los mandos. Uno sabe que está despierto, que acaba de despertarse, porque no es completamente dueño de sí, aún no ha espabilado. Cuando estaba dormido tampoco era dueño de sí, pero entonces no lo sabía. Ahora sí. Ahora algo del control de sí mismo aún no le pertenece. El sueño es un tirano caprichoso y no le gusta desprenderse alegremente de sus siervos. Hay que rehacerse. Esa perplejidad inicial que nos saca a la superficie a respirar a la luz de la conciencia, dice mucho de nosotros mismos.
Poco después de despertar nos llegan a la conciencia algunas imágenes de ese arte poético involuntario que es el sueño (la frase es de Jean-Paul Richter). Mientras soñamos no existimos como conciencia que sueña. Lo que existe es nuestro sueño. Al despertar, somos conciencia perpleja que recuerda algo que algo que no era ella, ha soñado.