Andan mis nietos esperando impacientes el regreso de su abuela, que está en Pamplona, porque Ocata ya ha estrenado su decoración navideña y nosotros aún no hemos montado el belén. Este "nosotros" es una licencia familiar, porque, en realidad, la muy delicada operación belenista corre a cargo, exclusivamente, de la abuela y los nietos. No aceptan intrusos.
Para empezar, irán a comprar alguna figurilla más, porque del fondo del cajón en el que se guardan, siempre sale alguna descascarillada. Después trazarán en diagonal, sobre un mueble del comedor, el río de plata, al que le irán añadiendo puentes, patos, la noria, las lavanderas... En un rincón, el castillo con sus soldados; en la llanura, los pastores, los animales de granja -tenemos muchísimos, porque los niños han ido cediendo al belén sus juguetes-; la estrella en la pared; los tres reyes con sus pajes, que se sitúan en un extremo para que puedan ir avanzando un trecho cada semana. Por último, el pesebre. Y es aquí donde se arma la marimorena.
Cada año mis nietos se empeñan en rematar el conjunto poniendo una vaca enorme sobre el frágil tejado del pesebre y cada año mi mujer protesta airadamente, intentando frenar con argumentos muy lógicos el capricho de los niños, pero como la cuestión, finalmente, ha de dirimirse a votos, ganan inevitablemente ellos... y mi complacencia. Mi mujer, a decir verdad, no acepta la derrota con buen humor, pero, aun refunfuñando, la acepta, y la vaca vigía de nuestro pesebre contempla parsimoniosa, como una vaca nietzscheana el panorama del entorno, rumiando a su manera la buena nueva.
A mí me gusta que vayamos creando y manteniendo nuestras propias tradiciones, que dan vida a la trama de nuestra vida en común. Tengo la esperanza de que, cuando pase el tiempo y cada uno viva su propia vida, el recuerdo de la vaca vigía reverdezca cada navidad y en la memoria de los que queden se ilumine el recuerdo de lo mejor que hemos sido.