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He salido de Barcelona a las 12 de la mañana y estaba de vuelta a las 21:20. En la estación de Atocha me esperaba un taxi que me ha llevado a una zona industrial de Getafe, donde están los estudios de una productora de televisión. Me esperaban para grabar un programa sobre literatura infantil con Sánchez Dragó. No lo conocía personalmente y, la verdad sea dicha, me ha caído muy bien.
En mi infancia no hubo otros libros que los escolares, pero está llena de relatos orales, comenzando por las historias de mi abuelo y siguiendo por los romances y cuentos de mi madre, que era una magnífica narradora de cuentos y todos eran terribles, de mucho miedo, de esos que hoy yo no me atrevería a contar a mis nietos sin el permiso escrito de sus padres. Pero en aquel tiempo, todos mis primos estaban deseando quedarse a dormir en mi casa para temblar de miedo.
Por ejemplo, el cuento del higo y medio. Una niña huérfana tiene que ir a vivir con su malísima abuela que la tiene trabajando como una esclava sin apenas alimentarla. Un día la abuela deja a la niña sola en casa, advirtiéndole severamente que no se le ocurra ni tan siquiera probar una miga de pan, que todo lo tiene contado y medido. Estando la niña sola, se presenta un pobre mendigo muerto de hambre que le pide una limosna. La niña, apiadada, le da un higo y medio, pensando que su abuela no notaría su falta. Pero ¡y tanto que la nota! Enfadadísima con la niña, la arrastra hasta los campos y la entierra viva. Pasan los meses. En esos campos se siembra trigo que, a su debido tiempo, es segado. Y allí están los segadores en el tajo cuando uno de ellos oye una voz muy débil que canta:
Segadores que segáis,
no seguéis mi lindo pelo
que la tuna de mi abuela,
me ha "enterrau" por higo y medio.
Los segadores se quedan quietos y al poco rato vuelve a sonar la voz. Acuden al lugar del que sale, escarban en la tierra y se encuentran con la niña, viva. Me ahorro el castigo que infligen a la abuela.
O aquel romance cantado en el que un niño de cinco años, "la cosa más picotera", le cuenta a su padre que en cuanto se va a trabajar, su madre se las entiende con "el señorito Alfredo". La madre mata al niño y "pone lengua en sartén /y la cabeza en cazuela". Llega el padre y pregunta por el hijo. "Le he dadito pan y miel / y se ha ido a casa su abuela", contesta la desalmada madre. El padre se sienta a cenar y el primer trozo que coge es un trocito de lengua. "Padre mío, no me comas / que soy tu riquita prenda", le dice la lengua. Me ahorro también lo que le pasa a la madre.
He terminado el ensayo que estaba escribiendo. Mejor dicho, le he puesto un punto final... provisional. Sé que tengo que dejarlo descansar un tiempo, quizás un mes, en un cajón, donde no lo vea, y permitirle reposar antes de darle un último repaso... que siempre corre el riesgo de ser el penúltimo.
He acabado agotado. No tengo ni idea de qué les pasará a los demás, pero a mí, pensar, me cansa. Hablo de pensar, no de dejar pasar ideas por la inteligencia como nubes que adorman sin dejar rastro. Hablo de constatar, una vez más, que el pensamiento avanza sobre su propio cadáver. Y yo, al menos, no sé otra manera de hacerlo avanzar.
Este es el libro que más me ha costado escribir. Lo inicié a comienzos del verano, camino de Las Escalonias, en Sierra Morena, y me ha arrastrado hasta aquí.
Por otra parte, una vez acabadas sus 200 páginas, me asalta una sospecha que no por familiar es menos intensa: ¿Y esto a quién demonios le puede interesar?
Ha sido guardarlo en el cajón y dormir 10 horas seguidas.
Mañana me voy a Madrid, tengo un encuentro sobre literatura infantil con Sánchez Dragó para un programa de televisión.
He pasado unos días muy a gusto en Sevilla y Cádiz, capitales de la España leve, y no por eso menos profunda; porque es esta una España que lleva la profundidad a flor de piel.
En Sevilla me alojaron en un hotel cómodo y funcional, que daba al Guadalquivir, justo en frente del puente de Triana, y de su mercado, uno de los lugares en los que mejor se come de España. Les aseguro que unas humildes zanahorias aliñadas son aquí un manjar exquisito, propio de una cultura que ha ido recogiendo con cuidado lo mejor de su heterogénea historia culinaria. A la izquierda tenía la mágica plaza de toros de la Maestranza y más allá la Torre del Oro, con sus misterios.
Hablé y me acogieron, me dieron de comer, de cenar, de desayunar, y di un largo paseo con mi hermano, Javier Sánchez Menéndez, poeta sevillano (valga la redundancia) de los que son capaces de hacer poesía con su escucha atenta. Con él siempre tengo motivos cordiales para recoger el hilo de lo que decíamos ayer. El sol templó las compañías y todo estuvo bien, alegre, sereno, entrañable. Me quedo con las caras alegres que me dieron la bienvenida a su mundo, que ya es un poco también el mío. Estoy seguro de que nos volveremos a ver.
De Sevilla a Cádiz, donde me esperaban 200 inspectores de educación para que les hablara de la lectura; profesionales serios, preocupados por lo que hacen, que aman la profesión, y que se sienten, con razón, el rompeolas de la educación española.
Cádiz se te queda adherido a la memoria, especialmente si te alojan en la plaza de San Francisco y te llevan a cenar al Casino. Cada detalle vivido ocupa su lugar en el espacio de los recuerdos buenos. Visité librerías de viejo, comí en el mercado (santuario gastronómico que no se queda atrás del de Triana), me encontré con otro poeta andaluz, Tomás Rodríguez Reyes y con Paula Fernández de Bobadilla, que me invitó a las bodegas de Jerez, pero yo estaba ya sin fuerzas. No tuve fuerzas ni para visitar a una queridísima amiga, Nacha Juanarena, compañera de estudios, allá en la Pamplona de finales de los 70. No me quedaban fuerzas, pero estaba lleno de entusiasmo y de cansancio feliz por los largos paseos de la madrugada y del atardecer.
Estando en Cádiz salió mi última colaboración en El locutori.
Un comentario de Tom Waits que me ha interesado mucho: "El mundo es un lugar infernal y la mala escritura está destruyendo la calidad de nuestro sufrimiento. Abarata y degrada la experiencia humana, cuando debería inspirar y elevar".
Pocas cosas más humanas, más necesarias y más sutiles que la expresión exacta del sufrimiento. Quizás hablar aquí de exactitud sea excesivo, pero precisamente por ello, porque mi sufrimiento no se encuentra en una definición, sino en mi experiencia, hay que atraparlo como bien se pueda en el lenguaje. Para ello es imprescindible disponer de un bagaje de palabras que nos permitan darle un rostro para mostrárnoslo a nosotros y a los demás. O para callar sabiendo lo que callamos.
Si por algo la educación emocional, tal como la veo practicada en muchas escuelas, me produce suspicacias, es porque, posiblemente sin ser consciente de ello, está fomentando una estabulación sentimental. No sería de extrañar que dentro de unos años gravaran con un impuesto de lujo cualquier expresión diáfana de un sufrimiento genuino.
Hay que volver la mirada hacia los clásicos, porque siempre nos guardan alguna sorpresa. No importa cuántas veces hayas leído un texto de Platón o de Aristóteles. Si lo lees de nuevo con atención, encontrarás ese término preciso que hasta ahora te había pasado por alto.
Es lo que me acaba de ocurrir con la aristotélica Ética a Nicómaco, donde el estagirita define al hombre como "syndiastikós" (1162 a).
Podemos traducir este término como "emparejado", pero en griego el nexo de unión de la pareja está reforzado por el prefijo "syn-" (junto, unido) y la raíz "-dúo-" (dos).Estas son las palabras de Aristóteles: "La relación (philía) entre marido y mujer parece darse por naturaleza. El hombre, por naturaleza, es antes un "syndiastikós" que un "politikós".
Leer es (caer en) un abismo.
Tenía ya bastante adelantado el ensayo que estoy escribiendo cuando me di cuenta de que necesitaba más información sobre un punto aparentemente secundario que no me ocupaba más de media página, pero que en su formulación quedaba muy ambiguo. Así que comencé a leer y caí en la trampa.
La lectura me proporcionó, sí, la luz que yo buscaba, pero, al hacerlo, me iluminó tinieblas de las que no era consciente y que afectaban, estas sí, a algunos de los puntos centrales del ensayo. Así que decidí aparcar la redacción y leer más. Y el foso de las incertidumbres fue creciendo.
Por si fuera poco, la lectura me empujó a la relectura y descubrí, con sorpresa, lo mal que había entendido a Eugenio Trías, lo poco que aproveché a Helmuth Plessner, las vías que me abre el gran Juan David García Bacca, el cuidado con el que hay que tratar a Eduardo Nicol, etc.
Finalmente, he tenido que decir: "¡Hasta aquí he llegado!" En caso contrario no acabaría nunca el ensayo. Es lo que hay que hacer, pero someter tu propio pensamiento a una orden que no tiene que ver con la busqueda de la verdad, sino con asuntos de orden práctico tiene algo de sofístico.
Desde el Parador Nacional de Lleida, donde me están cebando con gran mimo. Me está tentando la idea de okupar la habitación que ya ocupo y no salir de aquí en unos meses.
Mientras tanto, El Locutori acude puntualmente a su cita con sus muy selectos lectores.
Después cena, agradabilísima, en casa de Ana Palacio, con la anfitriona y José María Marco. Doña Ana me echó la bronca porque dice que es indigno que a mi edad vaya coqueteando con mis achaques viejunos. Visto que se me puso seria, dejaré de quejarme para que me siga invitando a sus cenas. No se me ocurre nada mejor que hacer en Madrid que cenar en su casa.
Hoy, por la mañana, desayuno con Antonio Vargas, director de Políticas Públicas para España y Portugal de Amazon Web Services. Volveremos a vernos.
Después, encuentro en la redacción de El Debate con Ricardo Morales que acaba de llegar de la frontera oriental polaca. Sondeos y entrevista. De allí a la estación de Atocha y AVE a Lleida. En una habitación del Parador Nacional escribo esto. Me han dado de comer en un restaurante realmente excelente y sin apenas tiempo para hacer la digestión, me espera la cena. Me prometen borraja con patatas y aceite del rico.
Entre una cosa y otra, planes para la editorial. Todo sigue adelante y con buenas perspectivas. No me duele nada. Me siento saludable, fuerte, agil, más joven y hasta un poco más alto.
Un clásico es el autor que:
I. La educación competencial:
Simone Weil contaba este cuento hindú: Un asceta que ha pasado 14 años en la más completa soledad, va a visitar a su familia. Uno de sus hermanos le pregunta qué ha conseguido con su ascetismo y él le muestra que puede caminar sobre las aguas. El hermano llama a un barquero y por una moneda pasa de una orilla a otra. “¿Vale la pena 14 años de ascetismo para conseguir hacer algo que vale una moneda?”, le pregunta.
¿Adivinan ustedes cuál de los dos ha recibido una educación competencial?
II. La memoria
L. tiene 94 años y nunca nadie la ha oído quejarse de nada. Se lo comenté el domingo cuando fui a su casa a hacerle una entrevista. Me contestó: “Cuando me duele algo, voy al médico, no a la vecina."
Hoy he vuelto a su humilde piso en un humilde barrio obrero de Barcelona y me ha recibido con la alegría de siempre. Esta mujer, que no mide metro y medio irradia cordialidad y eso que en su vida hay experiencias tremendas. Hija de un minero asturiano, vivió la revolución de Asturias y la guerra civil. Fue una de las niñas de Rusia y, por lo tanto, puede hablar mucho de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde viajó a Cuba. Su marido le organizó la marina de guerra a Fidel y ella creó la facultad de psicología en la Universidad de La Habana. Allí le tocó la crisis de los misiles. En el 70 regresó a Moscú y un año después consiguió el pasaporte para volver a España, donde vivió intensamente la Transición y la desaparición del PSUC y del PCE, carcomidos por crisis internas.
Sabe lo que es el hambre. La experimentó en Asturias, en Moscú y a su regreso a Barcelona.
El domingo comimos juntos en un chino garbanzos con callos y al despedirme me entregó un texto manuscrito de 9 páginas que su marido escribió sobre Ramón Mercader, a quien trató íntimamente en Moscú. Nada más llegar a casa me lancé sobre él. Hoy he vuelto a su casa para devolvérselo. Me ha preguntado varias veces a qué he ido. Se lo explicaba y, al poco rato, me volvía a insistir. "Aún no me has dicho a qué has venido."
Ando intensamente dedicado a la escritura de un ensayo que inicialmente iba a titularse "Sostener el mundo" y que ahora estoy tentado en titular "En busca del tiempo que vivimos". Estoy en ese momento feliz en que las horas pasan volando porque las ideas fluyen y todo parece coherente, claro, profundo, riguroso...
Por reiterada experiencia sé que después, cuando lea lo escrito, me parecerá que no hay una línea que merezca la pena y tendré que dejarlo unas semanas en un cajón para que repose y mi cabeza atienda a otras cosas.
Pasado el tiempo que considere oportuno, le echaré otra mirada con más calma y entonces, con más objetividad, descubriré que este capítulo debe estar en otro sitio, ese punto está mal explicado, ese otro necesita un mayor desarrollo, esas diez páginas sobran...
Se lo llevaré al editor dudando de si no me estaré precipitando.
Se publicará finalmente y me lleegará a csa un paquete y al abrir el primer libro, entusiasmado, lo primero que veré será un gazapo: una falta de ortografía, un lapsus calami, una referencia mal citada... y concluiré que, efectivamente, debería haber esperado.
Hasta que comienzan a llegarme mensaje de amigos a los que admiro dándome su opinión. Y entonces respiraré, decidiré creerlos y comenzaré a darle vueltas al próximo.
En El subjetivo
-¿Dónde está Lenin? - pregunta.
El guía le contesta: “En San Petersburgo.”
Terry Eagleton, “Humor”.
Buenas tardes. Me llamo Gregorio Luri y tengo una mujer deportista. Ayer, sin ir más lejos, se levantó a horas intempestivas para ir a correr una media maratón a Barcelona. Antes le decía, "tranquila, que del deporte también se sale." Pero tiene 66 años y sigue dale que te pego. Ya no le digo nada.
Solía decir mi padre que cada uno en su casa es el rey. Lo confirmo, lo subrayo y añado que mi trono es mi sofá, que lo hicieron justo a mi media para que encajara en él mis siestas, porque hay lugares para dormir y lugares para sestear. Para dormir, el silencio es imprescindible, en cambio, al sesteo le va muy bien el sonido de fondo de la televisión, un cojín bajo la cabeza, otro bajo los pies y un tercero sobre la tripa y ya tienes toda la corte y pompa necesaria para sentirte el rey del mundo. Hoy, al echarme sobre el sofá me ha tentado un rato la idea de convencer a mi familia para que me entierren tumbado en él, pero no he dicho nada porque seguro que me ponen pegas, ya saben... el qué dirán. El sofá ya está hecho a mi cuerpo, como una armadura de confort, y yo estoy tan hecho a él, compañero del alma, que no hay mejor lugar en el mundo para reponerme de las fatigas de un viaje, de la pesadez mental o del simple cansancio de la vigilia, que tan plúmbea se pone los domingos a eso de las cuatro de la tarde.
Ayer se presentó en el casino de El Masnou el Club Conservador, que quiere ser un club conversador de política y literatura. Para el acto inaugural me invitaron a decir alguna cosa solemne y comprensible. Critiqué a los conservadores que son tan celosos de conservar lo suyo que se olvidan de la importancia de conservar lo común; defendí que es el mismo derecho de propiedad el que legitima la huelga de los obreros y divagué sobre lo que me pareció adecuado al momento. Pero no es esto lo que guardaré en mi memoria. Lo que me impactó fue el pequeño diálogo que mantuve al final con un asistente de unos 50 años:
- Mi argumento para ser conservador -me comenzó diciendo- no tiene nada que ver con ninguno de los que ha dicho usted.
- ¿Y cuál es su argumento? -le pregunté, muy interesado en su respuesta.
- ¡El amor a la belleza! -mo soltó inmediatamente.
- ¿Ha leído usted a Scruton? -le volví a preguntar, pedante de mí.
- ¿Y quién es ese? -me respondió.
Y me rendí de admiración.
¿Por qué me resulta tan agotador acompañar a mi mujer a comprar, especialmente si se trata de un centro comercial o, sobre todo de Ikea? A Dios pongo por testigo que intento hacerlo bien, portarme como un hombre adulto y sereno que sabe tratar con su señora en tono dialogal sobre el color adecuado de la manta para la cama del nieto o sobre si es mejor este bol de cristal con un borde azulado que este otro con un fondo anaranjado. No lo logro, pero diré, en mi descargo, que nunca acierto con la respuesta adecuada. "¿A o B?", me pregunta mi mujer. "A", digo yo esperando acertar. "¿Cómo puedes decir A si a la legua se ve que es mucho mejor B?" Pero lo que me deja vaciado de mí mismo es el cansancio. Un kilómetro en una gran superficie equivale, psicológicamente, a un par de maratones. A los diez minutos ya parece que llevas arrastrando cada una de las cosas que no has comprado.
Entiendo que los matemáticos han de dar a cada cosa su nombre preciso, exacto, bien delimitado, porque el suyo es un lenguaje formal. Pero no entiendo a los científicos sociales que inflan el lenguaje hasta la pomposidad retórica y creen ofrecer conceptos cuando sólo nos lanzan rosarios de bombas de jabón que explotan sin dejar ningún rastro en la memoria. No me sorprenden. Hace tiempo descubrí que cuanto más ampuloso es el lenguaje de un científico social, más vacío es su contenido. Un discurso sobre las cosas humanas que olvida las cosas humanas, es un abalorio.
En ciencias sociales, lo vero es severo.
Por eso me gusta la cena de planeta, un evento sin demasiadas pretensiones académicas, frívolo y educado, en el que se cotillea con humor, pero sin despellejar a nadie, se come y se bebe bien, al pan se lo llama pan y al vino "costers del Segre" y te encuentras cada año con personas con las que no te volverás a ver en los siguientes 364 días. Memorable el largo aplauso al rey, con los invitados, en su inmensa mayoría, puestos en pie. Me dio la sensación de que en aquel aplauso había más desahogo que entudiasmo, pero era un desahogo necesario.
Sí, el farero de la isla de Ons es el farero de Occidente.
Otro magnífico sábado trivial. Despertarse despacio, demorarse un poco en cada cosa, mirarse la cara en el espejo como comprobando que aún no está emergiendo el rostro de otra persona en el tuyo, disfrutar de la luz que entra a raudales por la ventana, perder tiempo generosamente, ir a la plaza de Ocata a tomar un café, tener la suerte de compartir mesa con tu mujer, tu hijo y tu nieto, comentar cosas irrelevantes, leer un poco a Dalí, ir a hacer la compra, hacer albóndigas, elegir la fruta, comer juntos, disfrutar de la pereza de las primeras horas de la tarde, decidir no dar ni un paso fuera de casa y hacer lo menos posible, rendirse a la placidez vegetal, dejarse llevar por la mansa corriente de la luz de la tarde, cenar un poco, mirar si es ya hora de ir a la cama, protestar como siempre de lo mala que es la programación de televisión, comprobar con pena que aún son las 10, sentir que todo va bien y que todo es efímero y por eso tan valioso, no echar en falta la prensa. Posiblemente no recordaré este día, pero sé que añoraré días como este.
Hay un cansancio que parece surgir, como radiación, de algún punto indefinido de tu alma y adueñarse de todos tus músculos y colgar su peso de tus párpados. Es un cansancio dulce y tentador que te permite disfrutar de lo que has estado haciendo y te empuja a la cama como al paraíso. No cambiarías esa sensación de cubrirte con las sábanas para entregar tu levedad ingrávida a Morfeo, como una crisálida de paz y bienestar, por nada del mundo. Te entregas al sueño como a una disolución de ti mismo en la placidez y al dia siguiente despiertas, después de haber dormido 10 horas, como si fueras un niño que estrena el mundo. Sí, hay una felicidad honda y generosa en el cansancio.
Lo de conocerse a sí mismo está bien como lema, pero en la práctica es un ejercicio complicado, en primer lugar porque somos laberínticos y, en segundo lugar, porque el poco conocimiento que vamos adquiriendo de nosotros mismos contribuye a nuestro cambio, es decir, a ser un poco diferentes de como nos acabamos de conocer. Aquí el sujeto que conoce y el objeto conocido siguen sus propias metamorfosis.
Sin embargo, hay conocimientos fragmentarios de mí mismo que son certeros porque aquello que conozco es una debilidad reiterada mil veces, que tiene la estabilidad de un teorema matemático.
Este es mi caso ahora. Estoy atascado escribiendo un ensayo, de tal manera que lo que voy escribiendo me parece pesado, aburrido, reiterativo y poco original. Como he llegado a conocer bien este fragmento de mi personalidad, sé que esto me pasa siempre que voy por la mitad de un ensayo. Me entra como una especie de decepción y hastío que despierta en mí una voz que me anima a dedicarme a otra cosa más llevadera. ¿Pero a qué otra cosa podría dedicarme, si en el fondo, lo haga bien o mal, no sé hacer nada más que escribir y leer?
Sé que tengo que sacar el machete y abrirme camino en línea recta. Después, cuando acabe el manuscrito, será el momento de revisar, corregir y, sobre todo, recortar, porque si algo he aprendido de mí como escritor es que no hay libro mío que no mejore recortándolo.
Matar a Dios, pase. ¿Pero a qué sádico desalmado se le ocurre matar a James Bond? ¿Y ahora quién nos salvará del tedio?
Se me han muerto jugadores de futbol, actores, músicos... que en mi niñez y juventud parecían eternos y poco a poco he ido asumiendo que la vejez obliga a ir cada vez a más entierros, pero no estaba preparado para asistir a la muerte de James Bond.
Este me parece un ejemplo muy claro de cómo están las cosas en la educación. Se ha perdido el sentido del ridículo y a semejante pérdida la llaman innovación.
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Me escribe el traductor de "El cielo prometido" al ruso y me dice lo siguiente:
"Ayer me reuní con el señor Erlich, el editor. Le entregué el texto completo y las fotos. Todo está bien. Esta es mi mejor traducción. He añadido varias notas explicativas. Me parece que he logrado transmitir el humor y la compasión hacia tus protagonistas que se encuentra en tu libro.
El libro tendrá tapas duras."
La traducción ha sido un trabajo largo y difícil, porque he tenido la inmensa suerte de contar con un traductor meticuloso y muy exigente que me ha consultado cada palabra que no entendía bien o cualquier acontecimiento que no le parecía bien explicado. Le estoy profundamente agradecido... casi tanto como estoy agradecido a los Mercader por no abandonarme durante estos últimos 20 años.
Basta abrir Edipo rey para encontrarse con "esta batalla ardiente que es la vida" (381) y con la ironía amarga de la mirada de Sófocles sobre la misma: "Si crees que la arrogancia es un bien cuando la razón no guía, estás equivocado". Pero el lector no tarda en descubrir que la razón nunca engarza los acontecimientos ni según sus propósitos, ni según su lógica, puesto que ningún humano es capaz de prever con seguridad nada (977). Incluso puede ser mejor rendirse y buscar la protección consoladora de la ignorancia (1165), dado que vista cara a cara, la vida humana es semejante a la nada (1190). Sófocles hace suyas las famosas palabras de Solón a Cresos: "Esperemos hasta su último día para proclamar feliz a un mortal".
Edipo en Colono es el relato del "pathei mathos", de lo que el dolor enseña a quien sabe leer el tiempo (6, 22) omnipotente (pankratés: 609). Como ocurre siempre con un clásico, cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Esta vez he tropezado en 1085 con una advocación de Zeus a la que hasta ahora apenas había dado importancia: "Zeus panóptico", pero esta vez la imaginación se me ha enredado con Bentham y a Foucault. Lo que ha aprendido Edipo es, en defintiva, que el mayor bien es no haber nacido (1225), pero si has nacido, debes aceptar y sufir lo que los dioses envían.
Antígona es la historia del enfrentamiento de dos dogmáticos irreconciliables, Creonte y Antígona, que se creen seguros de sí porque desconocen las consecuencias de sus actos. Aunque es Antígona la que goza de buena fama, el único que aquí aprende algo es el tirano Creonte, pero lo aprende cuando ya es demasiado tarse para aplicar lo aprendido. El Hado es un poder terrible que no se puede esquivar (952). Ciertamente frente a él, la imprudencia es el peor de los males (1151), pero no hay manera de ser prudente. Todo lo que está a nuestro alcance es descubrir que no lo hemos sido. De ahí que Sófocles describa nuestras vidas como "esfuerzos desforzados" (1275: pónoi dísponoi).
Pero todo esto, tan humillante para la soberbia humana, está dicho con tal arte, con tanta belleza, que el lector siente que si el hombre es capaz de hacer brillar así su miseria, es un mísero admirable capaz también de dejar detrás de sí chispas de fulgor eterno. Los clásicos nos proporcionan la experiencia de la proximidad con ese fulgor. Eso sí, no es un fulgor competencial. Sólo sirve para afirmar nuestra esencia como humanos.
Me pidió ayer el farero de la isla de Ons que hable más de los cielos de Ocata y para complacer al farero, por su profesión, experto en cielos, me he ido a ver amanecer a la playa, pero ante los clarines del día, me he quedado mudo. A mi lado la gente corría. ¿De qué huye esta gente que se levanta a horas intempestivas para correr con tanto ímpetu? Sí, claro, de la decrepitud, de la enfermedad y de la muerte, como todos.
Pasemos al cielo.
En el principio, decía el filósofo Moderato de Cádiz, era el Uno, que está más allá de todo ser. Por las razones que fueran el Uno se cansó de sí y quiso conocer la pluralidad. Y creó el mundo. Para ello alienó de su esencia una parte de sí, la cantidad, y se recluyó en ella. La cantidad, en este caso, hay que entenderla como lo que se mueve y no acaba de encontrar una forma precisa, como estas nubes, que parecen ir persiguiendo a los corredores y como esta luz que muta, inasible, sobre un mar agitado. La cantidad, en realidad es añoranza de forma (de Unidad). Y de añoranza estamos todos hechos. Y esto es todo lo que se me ocurre decir del cielo que clareaba esta mañana en la playa de Ocata.
Cada vez me gusta más leer y menos hablar.
No sé si es bueno o malo o, simplemente, otro síntoma de la edad. Esto no significa que ya no hable con nadie, sino que me estoy volviendo muy selectivo en mis conversaciones.
Si veo a ciertas personas de lejos, doy un rodeo para no tener que pararme a ser cordial.
Conocí en México a un personaje que resultaba entrañable siempre y cuando no le preguntaras nada, pero si por un descuido se te deslizaba una pegunta de la boca, estabas perdido. Como él decía: "yo soy de esas personas a las que si les preguntas la hora, necesitan comenzar contando la historia del reloj." Era exactamente así.
Tengo un vecino que ante un "¿Qué tal?" de compromiso, te contesta de una manera tan prolija que resulta insufrible. Además tiene la manía de ir corrigiéndose a sí mismo a cada paso: "Serían eso de las 9 menos diez ... No, miento, porque en ese momento ... así que ya serían las 9 pasadas...".
Sin embargo a los ancianos que se han quedado solos en sus casas, cada vez más llenas de recuerdos y más vacías de seres queridos, no me importa escucharles el tiempo que haga falta. Nada valoran más que la misericordia de nuestra atención. Te suelen contar las mismas cosas cada vez que te detienes a escucharlos, pero cada vez lo hacen como si se agarrasen al salvavidas de sus propias palabras para seguir vivos.
Donde no hay diferencia, no hay claridad.