He contado varias veces esta historia, pero parece que hay que volver a contarla muchas veces más.
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Me ha escandalizado que asistieran tantos representantes políticos a esa cena de Pedro J. Algunos aparecen en las fotos sin mascarilla.
Me ha escandalizado más que intenten justificarse diciendo que el acto cumplía todos los requisitos sanitarios. ¿Cuántos restaurantes los cumplen y sin embargo los han cerrado? Es decir, los han cerrado algunos de los que asistieron a la cena.
¿Qué ha sido del sentido de la ejemplaridad? ¿Qué es un político si le falta ese sentido elemental?
Pero aún me escandaliza más la cautela con que tratan los medios el asunto, a la que le noto un tufillo a omertá, y ya no digo nada de la falta de reacción social.
Me acabo de enterar que el ministro de agricultura de Irlanda ha dimitido por asistir a un acto con 90 personas. No quiero comentar nada al respecto.
Otra cosa: Un informe del Ministerio de Salud de Israel asegura que los niños tienen más probabilidades de infectarse que los adultos, pero son en su mayoría asintomáticos. Lo importante es que pueden ser superpropagadores del coronavirus. Por eso están constatando que las aulas son un foco de contagio. Desde ellas se propaga el virus a la comunidad. Es la reapertura de las escuelas la que aceleró la epidemia en Israel. ¿Y en España?
Dimite el ministro de Agricultura de Irlanda por ir a un evento con 80 personas
El ministro de Agricultura de Irlanda, Dara Calleary, ha presentado este viernes su dimisión tras la polémica desatada por su asistencia a un evento el miércoles al que acudieron unas 80 personas más, entre ellos el comisario europeo de Comercio, Phil Hogan.
Leer más: [https:]]
(c) 2020 Europa Press. Está expresamente prohibida la redistribución y la redifusión de este contenido sin su previo y expreso consentimiento.
Dimite el ministro de Agricultura de Irlanda por ir a un evento con 80 personas
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Dimite el ministro de Agricultura de Irlanda por ir a un evento con 80 personas
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He aprendido a ser paciente, porque cuando parece que ya no hay más agua en el pozo... tarde o temprano siento de nuevo el rumor de una nueve corriente de información.
El azar amigo siempre acude en mi ayuda. Bien es verdad que para ello tengo que estar despierto, no sea que vaya a venir a llamar a mi puerta cuando estoy fuera de casa.
Se ha puesto en contacto conmigo un historiador del Colegio de Méxicco y a través de él me he puesto en contacto yo con tres persons que conocieron a Laurette Séjourné. Todo ha vuelto a ponerse en marcha. Vuelvo a sentir la misma pasión por los datos nuevos, vuelvo a extender el rompecabezas delante de mí y a encontrar la manera de completar vacíos de información con conocimientos parciales nuevos. Vuelven a abrirse nuevas vías de investigación.
Esto es apasionante.
Hay un placer profundo en el descubrimiento intelectual. Cada descubrimiento le proporciona al intelecto un día de fiesta.
"Te quiero, Irene. ¡Qué bien se te da colmar mi necesidad de sufrir!"
Susan Sontag a María Irene Fornés.
"Necesito la identidad como arma", escribe Susan Sontag. Y da en la diana. La identidad es usada hoy como un arma agresiva. No es algo que te pertenezca de manera espontánea, sino algo que te blinda, un blindaje que te permite justificar tu agresividad. No soy tan ingenuo como para ignorar que siempre ha habido algo de esto, pero hasta recientemente se veía la identidad agresiva como un fenómeno sectario, mientras que ahora se ha convertido en ortodoxia.
Al hablar así, Susan Sontag se está refiriendo a su lesbianismo y me siento muy lejos de la identidad de erizo que ha elegido. Pero no me preocupa sentirme lejos de ella en este aspecto, por muy central que sea en su vida. Bien, es lesbiana, ¿y qué?
Lo que me interesa de Sontag son otras cosas y por eso estoy leyendo con tanto interés la biografía que Benjamin Moser ha escrito sobre ella: su relación con dos intelectuales que admiro, Philip Rieff y Leo Strauss; su formación en la universidad de Chicago y, sobre todo, su terca voluntad de hacerse con una personalidad fuerte y culta. El ejercicio permanente de construcción intelectual de sí misma.
Desde muy joven se propuso dormir solamente 5 horas diarias para poder leer por las noches. Intentó reducir este tiempo de sueño, pero se dio cuenta de que si lo hacía, su capaccidad de concentración se resentía. Nunca cejó en su empeño por conquistar lo difícil: la literatura difícil, la música difícil, el arte difícil, la filosofía difícil. No le intersaba nada de esto porque fuera simplemente difícil, sino porque entendía que su dificultad mostraba la aventura humana de construir con el lenguaje una imagen compleja de la realidad. Considero que este esfuerzo tambén forma parte de su identidad que, en este caso, es una identidad ejemplar y pacífica. Pero Susan Sontag no parece necesitar integrarlo en su identidad. Y eso me lleva a pensar que toda referencia a nuestra identidad es posible porque ocultamos algo de nosotros mismos para resaltar algo sobre el fondo de lo oculto.
También somos lo que ignoramos de nosotros mismos.
La paella es una religión valenciana de culto riguroso y estricto. Los que no somos creyentes sólo hacemos arroces. Esta es una evidencia tan clara y distinta que no tienee sentido andar buscándole objeciones. Así que yo los sábados hago un arroz para la familia.
Esto de la familia se pone bastante complicado a partir del momento en que los hijos vuelan por su cuenta. Nunca es seguro cuántos estaremos a comer. Dos, fijo, pero podemos ser ocho, o seis o tres. Depende. El número exacto sólo se concreta cuando estamos sentados a la mesa.
Por eso hago un arroz, porque me permite una libertad de acción enorme, es como ser agnóstico del arroz, que puedes rezarle al dios que se te antoje cuando se te antoja y jugar con los ingredientes al albur de las circunstancias.
Así que hacer la compra, como ustedes bien comprenderán, se convierte en un arte. Por otra parte, hace tiempo que descubrí (sumando una decepción más a mi ya larga lista de decepciones paternas) que a los míos, para hacer el arroz, les gusta más el caldo de pastilla de pescado que un buen caldo de pescado.
Pero no importa. Lo triste es estar sólo dos a la mesa un sábado. El arroz acaba saliendo. Unas veces con más tropiezos que otras, pero sale rico. La prueba de ello es que no suelen dejar ni un grano en la paellera. Y yo soy feliz viéndolos comer.
Ahora que lo pienso... creo que no he repetido nunca una receta.
Ayer por la tarde me llamó por teléfono mi nieto (10 años) preguntándome si podía venir a dormir a casa. Le dije que por supuesto que sí, que esta casa es la suya. "Es que, como estás solo, así te hago compañía y te ayudo a hacer la cena". Me emocionó su deseo de cuidar de mí. Sin embargo, en cuanto llegó se apoderó de la televisión, conectó sus cables a la consola y comenzó a jugar con sus amigos pasando completamente de su abuelo. Le pedí, eso sí, que pusiera la mesa para cenar. Cenamos y vimos una película de miedo. De bastante miedo. Así que, cuando llegó la hora de irse a dormir, vi en su cara una petición de cobijo. "Si quieres -le dije- puedes dormir conmigo". Y por esta razón he dormido toda la noche en el borde de la cama, que es a donde me han ido empujando sus pies, rodillas, codos y puños. La familia también es esto.
Ir a media mañana al mercado, comprar una barra de pan recién hecho -una empordà-, arrancarle el cuscurro crujiente, sentir el aroma a horno antiguo de la miga, llevarte el cuscurro a la boca y disfrutar del pan nuestro de cada día porque también hoy lo hemos merecido... o quizás no, y, sin embargo, lo tenemos. Pensar que para cenar me haré pan con tomate, buscar los tomates adecuados y decidir qué embutidos quiero comprar. Pedir a la salida un café con leche para llevar y cogerlo por los bordes para que no queme, dirigirme hasta las gradas de la Plaça Nova, quitarme la mascarilla y disfrutar del café con leche en libertad, mientras siento la brisa tonificante en la cara. Ver a la gente pasar con sus cosas y durante un rato disfrutar de la teoría de la vida transeúnte, olvidando ese texto que tienes a medio escribir. Ponerte de pie de golpe al descubrir de repente, después de un rato de convivencia complaciente con lo efímero, que has encontrado la manera de continuar el texto. Todo esto bajo un cielo azul y un sol templado.
Me escribe B.:
"Juste un mot au sujet de la soupe à l’ail. Il me semble que lorsqu’on cherche à retrouver des souvenirs de façon délibérée, comme vous l’avez fait en reprenant cette recette, ça ne marche pas, ou rarement. Pour prendre l’exemple le plus célèbre, quand le narrateur de la Recherche trempe sa petite madeleine dans du thé, c’est de façon tout à fait imprévue que le passé lui revient en force, inopinément. S’il avait voulu retrouver les goûters chez tante Leonie, son enfance etc... en préparant une tasse de thé, en y trempant méthodiquement son gâteau, il est fort possible que rien ne se serait passé... et nous n’aurions pas eu la Recherche. Cette opinion n’engage que moi."
B., indudablemente, tiene razón.
Profunda sensación de fatiga al escuchar a nuestro políticos. Sospecha, cada vez más aguda, de que estamos consumiendo alegremente bebidas demasiado fuertes al borde del precipicio. ¿Vivimos el fin de una época? No lo sé, pero los frentes políticos parecen haber cambiado. Incertidumbre. No hace muchos días un periódico europeo se preguntaba si España era un Estado fallido.
Además, no he encontrado en las sopas de ajo el sabor que buscaba. Eran sólo sopas de ajo. Sí, estaban ricas, pero su sabor sólo me remitía al plato que tenía delante. Nada. Ningún recuerdo ha emergido como un pez en busca de un cebo.
Lo mejor del día un largo paseo por la playa. Las olas rompían con fuerza contra las rocas en un festival barroco de espuma que dejaba en el aire una nubecilla leve de gotitas minúsculas de agua en suspensión y que le daban al aire que respiraba -sin mascarilla- un sabor de salitre ligeramente metálico, casi eléctrico, que inundaba los pulmones de alegría. Por los auriculares, la tercera de Shosta.
Estoy escribiendo un texto largo (unas 100 páginas) sobre el Siglo de Oro y pretendo hacerlo de manera que sea asequible para el lector medio. Pero me enfrento a un problema: el de mi competencia literaria. Mi prosa es muchísimo más pobre que la de cualquiera de los autores de los que trato y con los que llevo unos meses conviviendo (y mejor no hablar de mis sonetos). Con lo cual, cuanto más hablo yo, más los oculto a ellos. Pero si no hablo, entonces haría una antología de textos áureos, que es lo que me han pedido explícitamente que no haga.
Cada vez que tengo que hablar, no ya de los grandes, sino de lo que podríamos llamar el proletariado intelectual de esta época, dejo la escritura y me pongo a leer. Estos autores nunca defraudan. Entonces, ¿como hacer para escrbir algo que sea, al mismo tiempo, verosímil y estimulante, de manera que el lector, en cuanto acabe de leer este texto, lo olvide para coger el de uno de nuestros clásicos?
No lo sé.
Intento escribir algo sesudo sobre San Juan de la Cruz para un capítulo de un libro sobre el recogimiento en el Siglo de Oro. Lo intento seriamente, de verdad, pero cuanto más lo intento, más suprimo y vuelvo sobre mis pasos a rehacer mi escritura. Me doy cuenta de que todo cuanto pueda decir no vale lo que uno de sus versos. He estado a punto de escribir "lo que el más trivial de sus versos". Pero en San Juan de la Cruz no hay ni un verso trivial. Convertir esos versos en erudición prosaica es traicionarlos. Finalmente acepto que tengo que rendirme y me limitaré a recoger su poesía, para que sea ella la que nos muestre con su música lo que en la noche oscura se sugiere, el alba.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Me suelen preguntar los que me entrevistan sobre La escuela no es un parque de atracciones qué entiendo exactamente por "conocimiento poderoso". Me lo preguntan de buena fe y, lo que es peor, con sinceridad: no lo saben. Obviamente, me ponen en un aprieto y ustedes seguro que comprenden las razones. Suelo contestarles, apuntando a su propia experiencia, que es aquel conocimiento que le exigen al mecánico al que llevan el coche; al dentista en cuyas manos ponen sus muelas; a cirujano que les ha de operar del corazón o al cocinero que ha de preparar los platos que han encargado. Es un conocimiento experto.
Esta ignorancia es un síntoma importante de algo preocupante.
A nuestros hijos ya no les preguntamos "¿qué has aprendido hoy en la escuela?", sino "¿qué has hecho?". Y si se nos ocurre preguntarles qué has hecho, su respuesta suele consistir en un repaso de las actividades que recuerdan.
Los psicólogos cognitivos diferencian dos tipos de memoria: la episódica y la semántica. La primera es la que recuerda el contexto del aprendizaje, la situación en que ha tenido o debiera haber tenido lugar. La segunda, es la que recuerda el concepto, la respuesta a la pregunta "¿qué has aprendido?"
El niño tiende a recordar los contextos de aprendizaje. Por ejemplo, la anécdota que hemos contado para explicar una categoría la suelen recordar con mucha más viveza que la categoría, por eso, cuando en un examen les preguntamos por un concepto no es extraño que nos respondan con un ejemplo. Si para organizar los hechos más relevantes ocurridos en el siglo XX hacen una línea cronológica en equipo, suelen recordar que han hecho una línea de tiempo, pero no necesariamente cuándo comenzó la Segunda guerra mundial. Este es el talón de Aquiles del trabajo por proyectos.
La memoria episódica nos remite a una experiencia, mientras la memoria semántica nos remite a una idea, a un concepto. Por eso, si pretendemos que los alumnos aprendan el significado de "revolución", y no sólo lo que ocurrió en esta o aquella revolución, debemos poner, sin duda, varios ejemplos, pero debemos resaltar el concepto que se encuentra en lo que todos ellos tienen en común y esto es lo que debe ser memorizado por el alumno.
Como nuestra escuela se ha llenado de actividades, los alumnos se quedan sin conceptos.
En definitiva: La memoria semántica es la del experto; la episódica, la del aprendiz. Por eso mismo el experto siempre aprende con más facilidad y, además, suele ser habitualmente más creativo.
Agustín Domingo, sobre "La escuela no es un parque de atracciones, en Las Provincias.
Esta mañana me he encontrado también con esto:
Aquí
... y el "Lucky Sperm Club".
Ya personarán ustedes mis ausencias de este café, pero hay veces en que lo que no puede ser, no puede ser. En todo caso, para compensarlas, aquí les traigo la página que firmé el sabado pasado en El Mundo:
La felicidad es una canción de verano
Cuando defiendo ante los maestros que no hay sustituto tecnológico a los codos, no es raro que alguno me objete con firmeza que el único propósito noble de la educación es hacer felices a los niños. Ya no me sorprende el convencimiento dogmático con que me lo dicen y me limito a responder que es más sabio educar en el aprecio del sabor agridulce de la vida que en la aspiración edulcorada a una felicidad que, si se concibe como huida de la habitual inquietud acaba conduciéndonos a atajos aún más inquietantes (en estos tiempos la felicidad es accesible en las farmacias) y si se concibe como búsqueda, resulta que no se encuentra, sino que es algo que la memoria descubre como ya vivido. Por algún lugar he leído que Joaquín Calvo-Sotelo comenzó así su último artículo: “Nunca le perdonaré a la felicidad no haberme hecho saber que era feliz cuando lo era...” Es cierto que a veces nos encontramos conscientemente en el dulce estar estando de la satisfacción, pero lo sorprendente es que suele bastarnos muy poca cosa. Pienso en el final de una comedia de Aristófanes, La paz. Un campesino ve caer mansamente la lluvia desde su casa y siente que no hay nada mejor que este espectáculo. No puede ni podar, ni cavar la viña porque la tierra está empapada, así que llamará a sus vecinos. Su mujer tostará habichuelas y granos de trigo y cubrirá la mesa de higos secos. Unos traerán tordos y pinzones y otros, calostro y algún pedazo de liebre y todos disfrutarán mientras llueve, porque “estas horas son bellas” ya que “el cielo trabaja por nosotros y favorece nuestros campos.”
Creo entender a esos maestros imbuidos de pedagogía New Age. En nuestro tiempo se ha extendido la idea de que la felicidad es un derecho que alguien tiene el deber de garantizarnos, por lo que resulta cada vez más arduo defender la vida como la aventura de armarse del zurrón y la escopeta de caña y salir, como animaba Pla, a la caza de las melodías del mundo. Es habitual encontrarse con gente que repite inconscientemente lo que aquel monstruo hecho de retazos de esperanza le recriminaba a su creador, el doctor Frankenstein: “Si no soy feliz, ¿cómo voy a ser virtuoso?”
Los que tenemos una cierta edad aprendimos con Palito Ortega, mucho antes de la aparición del Prozac, que la felicidad es una canción de verano. Por eso asistimos perplejos a la creación del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social en Venezuela en octubre del 2013, hecho que convirtió a Maduro en un personaje escapado de un cuento de Felisberto Hernández. Dadas las condiciones del país, la imaginación nos forzaba a pensar en aquel Ministerio de la Abundancia de Orwell, que tenía la misión de repartir cartillas de racionamiento. Orwell, por cierto, fue quien nos enseñó que la libertad y la felicidad circulan en direcciones opuestas. Los corifeos del chavismo alegaron que si Coca Cola puede anunciarse como una bebida que proporciona felicidad y McDonals da a uno de sus menús el nombre de Happy Meal, con más razón Maduro podía crear el Viceministerio para la Suprema felicidad Social.
Pero Maduro no era original. En 1972 Jigme Singye Wangchuck, cuarto rey de Bután, se sacó de la chistera el concepto de Felicidad Nacional Bruta (FNB), intentando superar espiritualmente el materialista Producto Interior Bruto (PIB) de Occidente.
En el 2005, Lord Layard of Highate, economista del ala aristocrática del laborismo, publicó Happiness: Lessons from a New Science. Dos años después, el Govern de la Generalitat de Cataluña quiso medir la felicidad de los catalanes. Finalmente, en el 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución conocida como Happiness: Towards a Holistic Definition of Development, que dio lugar a diferentes fórmulas matemáticas de la felicidad que andan por ahí como gallinas sin cabeza, pero haciendo perfectamente inteligible lo que Baudelaire le escribió a un conocido: “Dice usted que es un hombre feliz. Me da pena, señor, por ser tan fácilmente feliz.”
Si algo nos ha demostrado la búsqueda de la fórmula matemática de la felicidad es que para su resolución exacta ayuda mucho ser tonto y tener trabajo. Para que la felicidad colectiva quepa en una fórmula, la inteligencia individual estorba.
Me produce un gran desasosiego la posibilidad de un gobierno empeñado en hacerme feliz, porque eso sólo es posible estabulando las almas y nivelando aspiraciones para que sea fácilmente llevadero esto de ser un hombre. Así que estoy dispuesto a defender mi infelicidad a cualquier coste, porque es lo más mío, como aquel buitre Pensamiento que atormentaba a Unamuno.
A los gobernantes que planifican la estabulación emocional les diría lo que aquella buena señora le contestó con firmeza a su hijo, Presidente de Argentina, cuando le preguntó qué podía hacer por ella: “Con que no me jodas, ya basta.” Pero no estoy seguro de cuál sería el resultado de un referéndum que nos animara a elegir entre una estabulación satisfecha, como una sinecura, y una vida libre, pero a la intemperie.
Maeztu creía que “el primero de los deberes de todo hombre que se dirige al pueblo para prometerle una sociedad mejor, es el de prevenirle que tampoco será feliz en ella.” ¿Qué futuro tendría un político así entre nosotros?
La finitud humana no tiene cura y quien pretenda sanarla con medios políticos, pretende curar nuestra humanidad. Una felicidad que ignore la finitud no deja de ser una siesta de la razón. Si el hombre hubiera nacido preprogramado para ser feliz, no hubiera nacido programado para la muerte. Quizás no haya otra manera de acercarse a la felicidad posible que la de una cierta compasión con nuestra finitud y con la belleza que florece tenaz y efímera entre las cosas que la muerte ha tocado, acompañada de la reivindicación de cuanto nos ayuda provisionalmente a remontar el curso del tiempo, como la fidelidad a la palabra dada y el perdón. Aquello que no lleva la huella de la muerte puede ser bonito, pero dudo que pueda ser cabalmente bello. Con razón, a medida que nos vamos acercando al encuentro con la muerte, le exigimos menos a la felicidad a la hora de abrirle de par en par la puerta de casa.
Somos mortales y no estamos especialmente bien diseñados para resistir las inclemencias de la vida, pero precisamente por eso estamos abiertos, al mismo tiempo, a la seducción de lo efímero y de lo eterno.
Freud nos animaba a perseguir lo segundo en la escala de los bienes. Si, a su parecer, la salud, la educación y el buen gobierno eran cosas imposibles, deberíamos ensayar la convivencia entre lo que somos y lo que razonablemente podemos llegar a ser. ¿Pero es acaso posible negarle al hombre la imaginación de lo irrealizable en su añoranza de lo absoluto? ¿No forma este empeño parte esencial de su destino?
Si se es feliz cuando no se sienten vacíos en el alma, admitamos que tenemos un alma llena de agujeros, un alma de Gruyère.
¿Se puede ser feliz si carecemos de los bienes que son fuentes inevitables de dolor? Es decir, ¿se pude ser feliz si carecemos de bienes caducables como la belleza, la salud, el bienestar, la buena compañía, la buena reputación y cosas semejantes? ¿Quién está dispuesto a renunciar a todo esto? ¿Y se puede ser feliz intentando proteger su caducidad de la erosión del tiempo?
Algunos se han empeñado en confeccionar listas de lo imprescindible para ser feliz. Valoran una larga vida, un claro entendimiento, ciencia, hermosura, salud, robustez, bienes de la fortuna, tranquilidad de espíritu, una conciencia limpia de culpa... Es decir, un conjunto de cualidades imposibles de encontrar en un solo hombre.
Termino con lo que escribió proféticamente Aldous Huxley en el prólogo de 1946 para Un mundo feliz: “Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre.” Es decir, su estabulación emocional.
Los ciegos desean ver,
oír desea el que es sordo,
y adelgazar el que es gordo,
y el cojo también correr;
sólo el necio veo ser
en quien remedio no cabe,
porque pensando que sabe
no cura de más saber.Reseña aparecida en "Me sé cosicas" que dice cosas como estas: "Posiblemente estemos ante el ensayo más valiente y desenmascarador que se haya escrito sobre educación en los últimos lustros."
Recibí recientementente dos traducciones de un mismo texto de los 5, de Enid Blyton. La primera era de una edición de los años 80 y la segunda, actual. Era tan escandalosamente evidente el empobrecimiento lingüístico del segundo texto que, inmediatamente, me puse a escribir un artículo cargado de furia e indignación contra la miseria lingüística de nuestros alumnos. Se titulaba "Si su hijo no es tonto, no permita que lo traten como tal". Estaba realmente muy enfadado y el artículo me iba saliendo fiero, pero redondo, y de ambas cosas me sentía orgulloso.
Pero esta mañana mi daimon se ha empeñado en que comparase las dos traducciones con el original inglés, para comprobar exactamente en qué consistían las variaciones. Al hacerlo me he dado cuenta de que la traducción que yo consideraba empobrecida era la más fiel al original y la que consideraba más rica era el resultado del afán del primer traductor por enriquecer con sutilezas y barroquismos el lenguaje de Blyton.
Como la verdad obliga, he roto el artículo.
¡Con lo majo que me estaba quedando!
¡Qué difícil es poner en cuestión los datos que parecen corroborar nuestras hipótesis!
Otra cosa. Hoy se pone en venta este volumen de la nueva edición de las obras esenciales de la Bernat Metge.
Les aseguro que pocas cosas me han hecho más ilusión (intelectualmente hablando, claro) que escribir el prólogo.
Resulta que hoy es el Día Internacional de la Democracia y a varios colaboradores de El Subjetivo nos pidieron que le dedicáramos un artículo. El mío se titula Una promesa imposible de cumplir.
Esta mañana me ha traído un mensajero "Mi familia es bestial", libro escrito a 4 manos con mi nieto Bruno (10 años). Sin duda, uno de los acontecimientos de mi vida de abuelo y -siendo humilde- el acontecimiento editorial de la década:
Se lo confieso: apenas uso el término "equidad", tan de moda en el vocabulario político actual. Más aún, su uso indiscriminado me molesta. No entiendo lo que se quiere decir con equidad si no me especifican cuál es el criterio que nos sirve para medirla. Durante años hemos sido uno de los países educativamente más equitativos de la OCDE por la sencilla razón de que los resultados de nuestros alumnos eran equitativamente mediocres. Para mí, hacer bandera de una equitativa mediocridad es estúpido.
Si todos tenemos que sacar un 4 para garantizar la equidad, prefiero que no haya equidad y que todas las notas estén diversamente repartidas por encima del 4.
Por otra parte, ¿hasta qué punto los poderes públicos están en condiciones de garantizar la equidad?
Imagínense ustedes un país en el que la mayoría de habitantes presenta problemas de diverso tipo en los ojos, desde miopía hasta las enfermedades que quieran. El gobierno puede poner un oftalmólogo en cada esquina de manera que todos puedan mejorar su salud visual. Puede, incluso, regalar gafas a todos los que lo necesiten. Pero una vez garantizado que todos están en condiciones de ver bien e, incluso, que todos tienen la misma agudeza visual, lo que ningún gobierno podrá garantizar es el interés sobre el que se centrará la mirada de cada ciudadano. La igualdad de las condiciones de partida no puede garantizar una igualdad de intereses finales.
Un gobierno justo deberá, ciertamente, hacer lo posible para proporcionar los medios adecuados para garantizar la salud visual de toda la población, pero debería también estimular las aspiraciones de todos aquellos a los que les gusta mirar lejos.
Según la última entrega del Education at a glance, de la OCDE, tenemos en educación primaria una ratio de 14 alumnos por profesor y en la primera etapa de secundaria, de 12.
Yo no dudo que esta es una verdad estadística. Pero la realidad fáctica y la verdad estadística se relacionan de tal forma que con frecuencia dejan fuera de juego a la experiencia individual del ciudadano normal y corriente.
Cuando vea estos datos un profesor de primaria o de secundaria inmediatamente nos dirá que su clase está muy lejos de esos números. Cosa que es verdad. ¿Pero entonces, de dónde surge esta disparidad entre la estadística y la experiencia?
Cuando se suma el total de profesores para dividirlo por el total de alumnos, hay que tener en cuenta que entre los primeros incluimos a todos aquellos que, en número creciente, se dedican a tareas burocráticas y a los sustitutos que cubren bajas de profesores.
El día 8 de septiembre se celebra el día que genéricamente se conoce como "de las vírgenes aparecidas". Pero en cada lugar, la suya es la virgen que les hizo el don de aparecerse allí y sólo allí. Por eso el 8 de septiembre son las fiestas en mi pueblo, Azagra, porque festejamos a nuestra Virgen del Olmo, que es nuestra y sólo nuestra. Sólo se nos apareció a nosotros y en un olmo de la ribera del Ebro.
Una tarde de junio de hace muchos más años de los que quisiera, un muchacho del pueblo, con las luces de la inteligencia mermadas, vino a sentarse a mi lado en la puerta de casa. Me preguntó si era verdad que mi madre se moría. Le dije que sí. Me volvió a preguntar a dónde se iban los que se mueren. Le dije que la cielo, con Dios. Se levantó, muy enfadado, y me pidió que no consintiera yo semejante cosa. "¿Qué es Dios para nosotros? ¡A ver! ¡Dios no es nada para nosotros! ¡La nuestra es la Virgen del Olmo!". Tenía cierta razón.
Teológicamente, la Virgen de Montserrat y la del Rocío, son la misma. Pero si esta noche cometiéramos la fechoría de cambiarlas, mañana tendríamos un conflicto de primera magnitud, porque la Virgen será de todos, pero la del Rocío es andaluza y la de Montserrat, catalana.
Sacar en procesión a la patrona del pueblo, a la Virgen del Olmo, no es una cosa cualquiera. Es sentir una comunión colectiva en un amor y una esperanza que ninguna otra cosa puede provocar. Nada es más nuestro que nuestra virgen recorriendo al atardecer, entre flores y jotas, las calles del pueblo y por eso nada nos hermana más. Nada despierta en nosotros, individual y colectivamente, más intensas emociones, de esas que brillan a flor de piel. Ninguna otra cosa es capaz de superar por un rato todas las divisiones, enfrentamientos y mezquindades que podamos arrastrar en nuestras vidas cotidianas.
Cada año al anochecer del 7 de septiembre en mi pueblo se produce un milagro que es sólo para nosotros.
Largo paseo por las viñas y campos de cultivo abandonados de Alella. Como mi Agente Provocador y yo aún seguimos manteniendo vivo un cierto espíritu aventurero, nos atrevimos a hacer aquello contra lo que el refrán previene: dejar carretera por senda. Y no sólo eso: dejamos también la senda por una pista que se fue haciendo cada vez más difusa, hasta que nos encontramos sin salida, entre zarzales y cañaverales. Acabamos con las piernas castigadas, pero felices. Cuando encontramos el camino de regreso, el cielo amenazaba lluvia, pero esperó a que llegásemos a casa para descargar. La felicidad también es llegar a casa cansado y con las piernas marcadas, como un niño. A veces hemos llegado también empapados porque una tormenta nos alcanzó a medio camino. Pero eso ya no es la felicidad, eso es una orgía.
El Zarabullí era un baile muy popular en el Siglo de Oro que, tal como es recogido por Quevedo, tenía esta letra:
Zarabullí, ¡ay, bullí!, bullí de zarabullí.
Bullí cuz cuz
de la Vera Cruz.
Yo me bullo y me meneo,
me bailo, me zangoteo,
me refocilo y recreo
por medio maravedí.
¡Zarabullí!
¡Cómo me gustan estos juegos populares de palabras, que hasta hace muy poco se mantenían vivos en los cantares de los niños! Recuerdo bien el siguiente, que cantanan las niñas en un colegio en el que yo trabajaba a finales de los años 70 del siglo pasado:
La chata Merenguela
güi, güi, güi
como es tan fina,
trico trico trí
como es tan fina lairón
lairón, lairón lairón.
Se pinta los colores
güi, güi, güi
con brillantina
trico trico trí
con brillantina lairón
lairón, lairón lairón.
Y su madre le dice
güi, güi, güi
quítate eso
trico trico trí
quítate eso lairón
lairón, lairón lairón.
Que va a venir tu novio
güi, güi, güi
a darte un beso
trico trico trí
a darte un beso, lairón
lairón, lairón lairón.
Mi novio ya ha venido
güi, güi, güi
ya me lo ha dado
trico trico trí
ya me lo ha dado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Y me ha puesto el carrillo
güi, güi, güi
muy colorado
trico trico trí
muy colorado
lairón, lairón, lairón, lairón.
Hay pocas sensaciones más satisfactorias que la de despertarte a tono con el día, es decir, sintiendo que has dormido bien, que has descansado y tienes la cabeza despejada y el cuerpo a punto para la carrera de las horas. Es una sensación que hace tiempo que no tengo. El sueño me da al levantarme menos de lo que prometía al acostarme y tengo la sospecha de que para descansar bien aún me faltan un par de horas de sueño profundo. Nada grave, ciertamente. Posiblemente es sólo otra de las marcas de la edad.
Ayer el Libro de la vida de Santa Teresa me llevó hasta la increíble biografía de San Pedro de Alcántara, que casi toda su vida la pasó durmiendo media hora diaria. Esta era para él, como le confesó a Santa Teresa, la penitencia más dura.
El biógrafo de Plotino, su discípulo Porfirio, comienza la relación de sus hazañas intelectuales diciendo que su maestro tenía vergüenza de tener cuerpo. Encuentro en nuestros místicos algo parecido. Yo no. Yo lamento no poder celebrarlo más, porque, al fin y al cabo, si es de barro, el suyo es barro del Paraíso. Quizás por eso San Pedro de Alcántara, poniendo en orden su vida poco antes de expirar, quiso pedirle perdón a su cuerpo por las fechorías a que lo había sometido.
Y dicho esto, me voy al mercado a hacer la compra.
Me levanto temprano y subo la persiana. Me encuentro con un amanecer normal. No hay nubarrones en el horizonte. El cielo está despejado. Eso quiere decir que yo también lo estaré. Curioso estado el mío en que todo cambio de presión altera mis isobaras anímicas y somáticas, dejándome para el arrastre. El clima es un estado de mi alma.
Sigo dando entrevistas en centros educativos de hispanoamérica. La semana pasada tocó Argentina y esta ando por Perú, Chile y Colombia. Siempre me sorprende la normalidad con que los hispanoamericanos siguen usando la expresión "madre patria", que nosotros, por complejo, hace tiempo que dejamos de utilizar. Igualmente me sorprende muy gratamente la cordialidad con que me reciben y, desde luego, amor con amor se paga.
Ayer estuve hablando con los profesores y alumnos (17-18 años) de un centro educativo de Valparaíso. Al inciar la conexión, la directora lo presentó como un colegio cristiano y abrió el acto con una oración. Le agradecí que tuvieran la claridad moral suficiente como para no enmascarar sus convicciones tras la fórmula vacía de "centro basado en valores cristianos"
De la editorial Ariel me comunicaron el lunes que sacaban una segunda edición de ¿Matar a Sócrates? Les pedí incluir un pequeño epílogo de tres páginas que ya está enviado. Este es un libro que aprecio muy especialmente porque es uno de los más míos por eso mismo me alegra más su reedición..Cada vez que hay un cambio brusco de presión atmosférica quedo hecho un guiñapo: mareos, náuseas... tiene esta situación, sin embargo, algo favorable: me ayuda a perder peso. Este verano, que ha sido horrible, he perdido 13 kilos. A pesar de todo, estoy contento. Sigo haciendo cosas:
El Subjetivo: Hay más antimonárquicos que republicanos.
Vuelvo a Las moradas, de Santa Teresa.
La primera vez que leí este radical viaje interior, esta aventura espiritual en busca del centro del alma, fue tras visitar el edificio que Gaudí les construyó a las Teresianas en la calle Ganduxer de Barcelona con los materiales que, supuestamente, eran los desechos de la Pedrera. Ese edificio intenta llevar a la arquitectura lo que la santa de Ávila intenta, con tanto esfuerzo y tan diligente dominio del idioma, llevar a las letras.
Ahora lo leo como otro viaje de exploración, de los muchos que realizaron los españoles a lo largo del Siglo de Oro tanto por la geografía física como por la espiritual.
Santa Teresa no es menos conquistadora que Cabeza de Vaca, ni su viaje es menos aventurero, ni menos apasionante.
Sería excesivo afirmar que el Siglo de Oro se reduce a una búsqueda incansable de respuestas a la pregunta "¿Quién soy yo?" pero es imposible comprender esta fulgurante época sin tener presente permanentemente esa pregunta.
Una pregunta para la que no tengo una respuesta clara: ¿Por qué me resulta tan próxima Santa Teresa y tan distante San Ignacio?
Sigo de espeleólogo por el Siglo de Oro, siglo de trantas gandezas y bajezas, de tanto misticismo y empirismo, de tanta corte y tanta aldea, de tanto adorno y tanta hambre, de tanto púlpito y tanta alcoba, de tanto hijodalgo y tanto pícaro, de tanta monja liviana, de tanto fraile gañán, de tanta monja sublime, de tanto fraile sutil, de tanta apariencia y tanta sinceridad, de tanta teología y tanta procacidad, de tanta nobleza y tanta hipocresía... que me parece evidente que no se puede poner un ejemplo de lo que fue tal siglo esplendoroso sin que inmediatamente nos impugne un contraejemplo. Lo realmente grande no tiene molde a su medida.
Curiosamente aparece el libro a la vez que este artículo de Política exterior: La vigencia del conservadurismo.
"Yo duermo y mi corazón vela".
Me temo que el navarro Pedro Malón de Echaide -nacido en Cascante en 1530 y fallecido en Barcelona en 1589- hoy es más conocido por las bodegas que llevan su nombre que por esa maravilla que es La conversión de la Magdalena.
Es difícil entender por qué esta maravilla no tiene la difusión y publicidad que se merece... al menos entre mis compatriotas navarros. Me imagino que porque no teniendo lectores es imposible que tenga defensores.
Lean ustedes esta defensa del castellano escrita por un místico navarro:
"No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla? (...) No hay lengua ni la ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo, y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni en rodeos galanos, ni que esté más asembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos, si los que tratan quieren mostrar un poco de curiosidad en ello."
La primera vez que leí este libro dejé una página completamente subrayada y repleta de anotaciones por los márgenes. Ahora, en la segunda lectura, he subrayado las anotaciones. Es esta:
"Las cosas que valen más que nosotros, mejor es amarlas que entenderlas, porque, amándolas, cobramos ser más perfecto, pues el amor nos une con lo amado, y entendiéndolas, parece que ellas pierden su ser y valor, pues las ajustamos y entallamos conforme a nuestro entendimento; pero si son de menos valor que nosotros, mejor es entenderlas que amarlas, porque con amarlas, nos hacemos de más bajo ser, pues cobramos el que tienen y perdemos el nuestro; y entendiéndolas, las mejoramos por la razón ya dicha."
He contado en numerosas ocasiones, y hasta lo he recogido en alguno de mis libros, una anécdota que transmite Soren Kierkegaard en uno de sus libros más interesantes, El instante, que dice así: "De un pastor sueco se cuenta que, turbado al ver el efecto que su discurso había provocado en la audiencia, deshecha en lágrimas, para calmarla dijo: ¡No lloréis, hijos, que todo podría ser mentira."
Aun conociendo el singular sentido del humor de Kierkegaard, siempre creí que la anécdota era cierta, porque ¡hay que ver cómo son los protestantes! Pero justo ayer por la noche, leyendo en la cama El libro de chistes de Luis de Pinelo (siglo XVI), me encontré con esta sorpresa: "Otro portugués predicaba la Pasión, y como los oyentes llorasen y lamentasen y se diesen de bofetones y hiciesen mucho sentimiento, dijo el portugués: -Señores, non lloredes ni toméis pasión, que quizá non será verdad".
Quedéme boquiabierto exclamando "¡Hay que ver cómo son los católicos!"
Dos textos curiosos:
Inicio del Origen y descendencia de los modorros, texto ha sido atribuido a diferentes autores, entre otros a Quevedo: "Dicen que el Tiempo Perdido se casó con la Ignorancia, y hubieron un hijo que se llamó Pensé que, el cual casó con la Juventud, y tuvieron los hijos siguientes: No sabía, No Pensaba, No Miré en Ello, Quién dijera".
El segundo texto se atribuye, no sin polémica, a la albaceteña Oliva Sabuco:
Me gusta la presentación: "Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida, ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos". Me gusta porque la prudencia no es una virtud filosófica, aunque sí lo sea del filósofo en tanto que ciudadano. Es decir: la prudencia no es una virtud intelectual, pero sí es una virtud política.
Entre los textos olvidados de la historia de la filosofía española merece un interés muy especial el Elogio de la nada dedicado a nadie, de don José del Campo-Raso, una defensa aparentemente irónica del nihilismo publicada en Madrid en 1756.
Valoren ustedes estas palabras: "Todas las cosas de este mundo pasan y se reducen a Nada. Todos se preocupan de Nada. Por Nada disputan los mortales, se hacen la guerra y se matan. Los hombres no sacan de sus inquietudes y trabajos en la tierra más que la vergüenza de haber sido engañados de Nada. Nada es el principio, el progreso y la conclusión de nuestras vanidades. Siempre Nada es constante, uniforme y siempre el mismo."
Nada, proclama el autor, "es el Dios de los espíritus fuertes". Ahí queda eso. ¿Se trata de una mera ironía? En cualquier caso, después de leer a José del Campo-Raso, a Anacarsis Clot, el creador del término "nihilismo", se lo ve con otros ojos.
Defendía Péguy con estas vehementes palabras el papel del maestro: "Es el único e inestimable representante de los poetas y de los artistas, de los filósofos y de todos los hombres que han hecho a la humanidad y que la mantienen". En definitiva, la función del magisterio consistiría en el noble compromiso de "garantizar la representación de la cultura."
Pero Péguy murió en 1914 cuando la escuela republicana francesa creía en sí misma. Hoy, nos hemos hecho no sé si más cínicos o más descreidos y nos preguntamos con Finkielkraut: "¿Cuántos son los que aún se creen en sus clases enviados de los poetas, de los artistas o los filósofos que han hecho a la humanidad?" Es decir: ¿Cuántos siguen creyendo que su misión es "garantizar la preservación de la cultura"?
Entre Péguy y Finkielkraut ha tenido lugar un cambio radical en la percepción que pedagogía tiene de sí misma. Con el primero creía firmemente en su misión republicana; con el segundo, ha reducido enormemente el horizonte de sus pretendiones para acabar reduciéndose a psicología.
Mientras tanto, en Londres, Katharine Birbalsingh alerta contra quienes defienden en estos tiempos de confusión generalizada, que "alentar a los niños a hablar correctamente y a escribir un inglés gramaticalmente correcto es imponerles la supremacía blanca." Katharine, que es una mujer valiente, anima a resistir a esta memez: "¡No te rindas! ¡Sigan luchando!"