Pablo Rivera nos ha enviado este relato a la sección "Los alumnos escriben". No importa que ya no sea alumno nuestro porque 1) lo fue; 2) escribe y 3) lo hace como podéis ver, así que aquí lo tenéis.
Grapas
No hace mucho, descubrí que tengo una manía obsesiva con las grapas. En ellas encuentro un placer insospechado que jamás he logrado experimentar con ningún otro material físico. La crueldad que desprenden sus acciones me permite conducir toda mi ira y conseguir una personalidad pacífica e inocua.
Disfruto con su sufrimiento, y también con su maldad torturadora. No sólo la grapadora evoca en mi mente la forma de un revólver, sino que en ocasiones me sorprendo a mí mismo ofreciendo en sacrificio a cientos de grapas.
Observo de cerca como se doblan poco a poco por la presión que mis manos ejercen sobre el mango del instrumento metálico. Cuando ya han sido plegadas por completo, falta el último empujón que las prensa totalmente, y con el siento un placer nirvánico. Y después otra, y otra. Así toda mi rabia es pagada por las pobres grapas que caen moribundas al suelo con peligro de arañar la tarima que pusimos nueva el año pasado. Y así voy creando un cementerio entero diario a mi alrededor, sin apenas ser consciente de ello. Si no es suficiente, puedo llegar a doblarlas y retorcerlas con los dientes de la forma más extravagante posible, destrozando su pequeña columna vertebral metálica.
El chasquido es constante en mi habitación. Ellas son mis ojos, mis manos, mis oídos. Me ayudan a explorar todos los rincones de mi mundo con detalle. Aunque también vivo con el temor que alguna me pille despistado y se introduzca maliciosamente en mi cuerpo, bajo mi epidermis, y acabe dominándome. Porque mis experiencias tan íntimas con ellas me han hecho ver que todo oprimido se convierte alguna vez en opresor. Pueden ser malvadas, dañinas, insensibles. Y es esa crueldad la que verdaderamente funciona como mi vía de escape, gracias a nuestra mágica conexión. Mis impulsos eléctricos demoníacos se escapan por el metal como si de un rayo se tratasen, mientras mi conciencia se ve empañada por un falso alivio.
No obstante, cierto día, quitando las grapas de unos folios, descubrí que de los pequeños orificios manaba un hilillo de brillante líquido rojo. Me asusté al instante. No podía ser. Se trataba de folios reciclados que mi madre traía antes del trabajo. Papel resucitado después de muerto, de color momificado. No era comparable con el inocente folio blando de papelería que desconoce aún las letras de tinta, los trazos del carboncillo o los chiles de la papelera. Era un papel viejo y sabio, Y mi grapa lo había hecho sangrar. Mi grapa a través de mí y yo a través de mi grapa. Me empezaron a entrar síntomas de un ataque de ansiedad. Mojé el meñique en el rojo fluido y me lo llevé a la boca. El característico sabor de la tinta. Respiré profundamente con la sensación de un asesino que se cree su falsa inocencia. Pero, lo siento, no es culpa mía. Son las grapas.
Yo no puedo vivir sin ellas ya. Soy como ellas me han ayudado a hacerme. Sin la descarga diaria me convertiría en el monstruo que siempre he intentado reprimir. Soy un adicto. Un adicto oculto, cotidiano y aparentemente vulgar.
No sé si mi vida tiene un fin determinado. Ni me apetece planteármelo. Pero puedo asegurar que para mí si lo tiene la vida de las grapas que caen en mis obsesivas manos. La lástima es que la suya sea demasiado corta.