En estos días hemos leído en clase un texto sobre el origen de la filosofía y su nacimiento a partir de la admiración y la duda. Admiración ante un mundo enigmático que, a pesar de su diversidad y sus cambios, muestra orden y unidad. Duda entendida como un cuestionar aquello que todos damos por bueno o verdadero.
Esta definición de duda me sorprende: ¿cuestionar lo que todos damos por bueno o verdadero? Cuestionar lo incuestionado, lo que entre nosotros se presenta como evidente, claro por sí mismo, indiscutible y obvio. Me doy cuenta de que dudar de lo que es dudoso es una tarea muy sencilla, pero dudar de lo indudable, no. Basta hacer la prueba preguntándonos qué es hoy para nosotros lo incuestionable. Pregunto a mis alumnos si hay algo en este mundo absolutamente indudable y, después de pensarlo, algunos me contestan: la muerte. En efecto, ¿quién duda entre nosotros de la muerte, de su poder sobre la existencia, de su evidencia irrebatible? ¿Acaso hay alguien capaz hoy de ponerla en cuestión, o al menos, de preguntarse por ella como niños que aún no la entienden? Y cuando continuamos preguntándonos si habrá algo incuestionable en este mundo, aparece otra respuesta: el dinero. El dinero como
Señor de nuestro mundo, como su principio y su fin, como aquello que juzga, perdona y condena, que da la vida y la quita, imponiendo sus condiciones al futuro sin contestación posible y arrojando a los infiernos a todo aquel que no las cumple. ¿Quién hay entre nosotros capaz de poner en cuestión al dinero, a su poder y a su futuro?
Y sin embargo, allí donde se duda de lo indudable, tiene su origen, entre otras figuras insólitas e inesperadas, la filosofía…