Tener una niña pequeña en casa me hace ver desde hace tiempo muchas series infantiles. Una de ellas es “El principito”, basada libremente en el personaje creado por Saint-Exupéry.
Capítulo tras capítulo, el principito y su amigo el zorro luchan contra la Serpiente, que busca apoderarse de todos los planetas del Universo susurrando al oído de sus habitantes ideas negras, supuestamente razonables, pero siempre egoístas y rencorosas. La Serpiente aprovecha un momento de debilidad provocado por un revés en sus vidas para atraparlos en un discurso que, bajo la apariencia de estar justificado, acaba por perjudicarles a ellos y a los que los rodean.
Y así es. Hay pensamientos que matan, discursos interiores que, traducidos en acciones equivocadas, enredan al sujeto en un círculo vicioso de resentimiento, autojustificación y dolor. Bajo la apariencia de un razonable “cuidado de si”, el protagonista acaba descuidándose a sí mismo, a los demás y a su entorno. El resultado es oscuridad, sufrimiento y destrucción.
¿Cómo acabar con las ideas negras de la Serpiente? No agotándose en la búsqueda de una solución a los problemas que plantean (¿como me hacen esto, con lo que yo hice por ellos? ¿por qué ellos sí y yo no? ¿seguro que puedo confiar en ellos?). No respondiéndolas, sino trascendiéndolas. Dejándolas atrás por crecimiento y maduración, como el ave deja atrás el nido, o la planta la semilla, o el joven la casa de sus padres. O como el durmiente cuando, atrapado por una pesadilla, la deja atrás al despertar.
El discurso de la Serpiente y sus ideas negras acaba encerrando a la víctima en su soledad, escuchándose únicamente a sí misma y a su propio resentimiento. La solución está en abrir esa soledad hacia lo Otro. O darle la bienvenida en nuestra propia vida.
¿Tarea sin fin, empeño imposible, utopía inútil? Así susurra el discurso de la Serpiente. Dejémosla atrás.