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Lo propio de la realidad es su capacidad de renacimiento y renovación. No está sometida al implacable desgaste del tiempo, que todo lo reduce a ceniza y olvido. Ella misma
es tiempo, renace de sus cenizas y hace memoria de su olvido. Y todo ello gracias al poder que la caracteriza: el poder de renacer.
La realidad posee el poder de renacer porque es fecunda, es decir, capaz de crear una realidad distinta de sí, en la que sin embargo ella insiste en su poder de recreación y renovación. La realidad es fecunda porque
deviene: tiene el poder de superarse a sí misma y engendrar, por encima de su limitación, una nueva realidad en la que la antigua renace en su potencia de futuro. Esta nueva realidad trae a presencia, en su fecundidad, aquello que ya fue. Y de ese modo, aquello que ya fue, renace en tanto posibilidad y futuro, insistiendo y resucitando en su virtualidad.
Por lo tanto, nada de comprender la realidad como atrapada por su finitud y atemorizada por su contingencia. La comprensión de la realidad como finita y contingente, es decir, como sometida a los límites irrebasables del nacimiento y de la muerte, así como oscilando entre la posibilidad de ser o dejar de ser, falsea, impide y bloquea la experiencia de la realidad como renacimiento y renovación.
Nada de finitud y contingencia para lo real. Más bien, infinitud y necesidad…