¿Habrá algo más típico de un domingo que el VACÍO EXISTENCIAL? La encantadora Amaya Prieto nos hizo esta entrevista sobre el tema justo el domingo pasado, en su Viaje al Centro de la noche, de Radio Nacional, un programa que apuesta por la reflexión filosófica.
La noción de “vacío existencial” denota cierta idea de lo que es la condición humana, sobre todo, del hombre contemporáneo. Y más modestamente, un estado anímico y moral que se deriva de lo anterior.
El vacío existencial es lo que puede experimentar uno cuando es consciente de que su existencia está carente de objetivos, de ideales, de valores objetivos. Cuando no sabe por qué y para qué vive. Cuando experimenta su vida como algo absurdo y carente de sentido.
Esto es fruto del materialismo y el nihilismo contemporáneos. La tesis materialista es que la realidad es la materia, el universo físico que habitamos. Un universo que no tiene causa ni finalidad ninguna. Existe por que sí, y para nada. De hecho, el universo parece abocado a la destrucción. Y nosotros con él. La realidad es así: parece ser algo que aparece y desaparece sin más, sin ningún motivo ni fin aparente. La vida, igual. Los seres vivos son producidos por ese proceso azaroso que es la evolución, y de la misma manera que aparecen se acaban extinguiendo. Todo está sujeto al tiempo, incluso el propio tiempo. Nada es necesario ni imprescindible. Todo podría ser o no ser. Todo esto nos presenta la realidad entera como algo absurdo. Lo absurdo es lo que ocurre sin por qué ni para qué. Como se supone que somos parte de ese mundo, también nuestra propia vida parece absurda, gratuita. ¿Por qué estamos aquí? Por nada en especial, por un azar evolutivo. ¿Para qué? Para la nada, para la muerte. Todo se lo lleva el tiempo. Nada es relevante. Todo es pasajero. Esto incluye a los valores, los ideales, los propósitos. ¿Para qué empeñarse entonces en algo? ¿Para qué hacer proyectos a gran escala? ¿Para qué luchar por algún ideal? Todo lo que hagamos está condenado al olvido. Todo vuelve a la nada de la que partió. No hay nada por lo que merezca dar la vida. Solo hay eso, vida, pero vida insignificante, vacía. La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” significa eso: ya no creemos en valores absolutos, en nada trascendente o eterno. Ninguna verdad es absoluta, ningún valor es absoluto u objetivo, no hay nada objetivamente mejor o peor. Da igual lo que hagas, te vas a morir igual, la muerte iguala todo, lo indiferencia y deforma todo. Así que, ¿para qué actuar? Sin Dios, el hombre se ha quedado solo frente a si, solo e insignificante, tiempo en el tiempo, como una estela en la mar, decía el poeta. Vacío. No hay nada que lo trascienda, que tire de él hacia arriba (no hay arriba ni abajo), que lo haga crecer y desarrollarse. ¿Hacia donde habría de crecer? No hay fin, meta, misión alguna para la vida.
Esta falta de sentido genera apatía, indiferencia moral. También bloqueo y angustia. Y, a veces, una especie de búsqueda desesperada de evasión, de inconsciencia, con objeto de no pensar (sentir, drogarse, entretenerse continuamente, ver la tele, irse de compras, estar siempre fuera de sí)...
De otro lado, hay gente que se entrega a la religión, a las creencias mágicas, a las sectas, a la religiosidad new age (el ocultismo, las creencias esotéricas, las sabidurías orientales, las terapias psicológicas, la adoración de la naturaleza, etc.), en un intento de llenar su vida.
Para algunos filósofos existencialistas, el hombre debe asumir esta condición finita, trágica, absurda, con valor y consciencia, y eso es lo grandioso, lo heroico en el. Luchar como si la lucha tuviera sentido, sabiendo que no lo tiene. Apasionarse, aún sabiendo que esa pasión es inútil. Volver a cargar una y otra vez, heroicamente, la piedra de Sísifo. Tomarse la vida en serio, aun sabiendo que no es más que un juego que, visto desde fuera, no tiene ningún sentido...
Según Nietzsche, hay que asumir el absurdo, entregarse a él. La vida es un cuento lleno de ruido y furia contado por un idiota, decía Shakespeare. Y eso es lo que hay que valorar. No vivir en ilusiones ni mentiras. Si la vida es una locura, vivir locamente. Aprovechar que nada tiene sentido para inventarlo tu, para crear cada mañana tus propios valores, como un pequeño dios, afirmándote en tu poder creador, disfrutando de la vida irreflexivamente, como un niño.
Desde otra perspectiva, también muy filosófica (aunque empapada de sociología y psicología), el vacío existencial es producto no solo de la falta de Dios (valores, verdades, ideales trascendentes al tiempo), sino del triunfo de una cultura alienante y deshumanizadora, que nos vacía por dentro. La sociedad industrial, decía Marx, convierte al hombre en un mecano, un mero productor de mercancias que ni le van ni le vienen, que no expresan sus intereses, deseos ni necesidades. El hombre, dice Marx, es lo que hace, se realiza con el trabajo. Pero solo si el trabajo es expresión de si mismo. ¿Pero como va una cajera, el obrero de una cadena de montaje, etc., a expresarse a si mismo así? ¿Qué le puede importar a un ser humano hacer un tornillo detrás de otro? Como resultado no estás en lo que estás en tu trabajo, estas fuera de ti, en lo otro que tu, alienado, eres un alienígena, un extraño para ti mismo. Y en tu tiempo de ocio haces lo mismo: te enajenas, te sigues embruteciendo, buscas la inconsciencia, el entretenimiento, el consumo, que es también mecánico, rutinario, embrutecedor. Tanto el trabajo como el ocio te convierten en un ser pasivo, dirigido, incapaz de dirigir tu vida, de crear, de desarrollar y expresar tu individualidad. Te conviertes en un individuo homogéneo y, además, aislado. También las relaciones sociales son deshumanizantes, alienantes, sujetas al mercado, competitivas, mercantilizadas. Tanto tienes tanto vales. No importa lo que eres. Da igual que estés vacío por dentro. O mejor, no da igual. Es mejor, porque así resulta rentable la industria que se ocupa de llenar continuamente tu tiempo con entretenimiento...