Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El diario.es Extremadura.
Entre tanto se deroga, se reforma o se acaba de aplicar la LOMCE (la ley educativa del PP), vuelve el debate entre “nueva” y “vieja” pedagogía. La “nueva” pedagogía es aquella que, muy en general, aboga por una educación integral y diferenciada, se centra en los procesos de comprensión sobre los de memorización, refuerza el sentido lúdico y libre del aprendizaje, insiste en la educación en valores, y pone entre paréntesis los métodos de evaluación cuantitativos (tal como los exámenes típicos). De otro lado, la “vieja” pedagogía (aquella que representa la LOMCE) suele defender una formación formación estrictamente académica, competitiva y dirigida a la excelencia y el mérito profesional como piedra angular el esfuerzo y la disciplina del alumno, es muy parca con la educación en valores (el niño debe venir educado de casa, dice), y considera imprescindible la evaluación cuantitativa del rendimiento (exámenes, reválidas, etc.).
A la “vieja” pedagogía (que no es estrictamente “vieja”: muchos filósofos y pedagogos muy antiguos la rechazarían de plano) a mi me gusta llamarla “pedagogía castiza”. No ya solo porque reivindique una – idealizada – tradición educativa (libre de pedagogías modernas), sino también por esa típica actitud prepotente suya que desprecia lo que, generalmente, ignora, a la vez que exhibe soluciones simplonas para problemas cuya complejidad apenas alcanza a concebir. A estos pedagogos castizos los leo y escucho desde hace muchos años, pero aún no he logrado coincidir con ellos... ¡Absolutamente en nada!
Hace unos días, alguien colgó en el tablón de mi instituto una entrevista a uno de estos antipedagógicos pedagogos. El titular remitía a unas palabras del entrevistado: “La escuela – decía – tiene que dar formación, no es un lugar donde enseñen la búsqueda de la felicidad”. El mensaje es contundente y tremendo. ¿Qué escuela podría ser esa que desvincula el aprendizaje de la felicidad del alumno? – pensaba yo – La respuesta, me temo, está muy clara: una escuela consagrada, exclusivamente, a la formación académica y profesional. La educación del alumno como persona que busca ser feliz, o como ciudadano preocupado por su entorno, quedaría relegada al ámbito privado de la familia o al mundo extraescolar. Esta distinción (entre formación y educación) suele defenderse en nombre de la libertad del individuo para escoger sus propios fines y valores. Pero esto un profundo error. ¿Qué libertad tiene nadie sin esa educación en la pluralidad y la racionalidad que, no la familia, ni el entorno, sino solo la escuela – una escuela que eduque para la felicidad y la justicia, y no solo para el trabajo – puede garantizar a todos?
Tampoco logro coincidir con la insistencia en la disciplina y el esfuerzo. El deseo del hombre por saber es natural, decían los viejos filósofos. Observen a cualquier niño (y casi a cualquier animal superior) y se convencerán. No hay nada que nos guste (y necesitemos) más que observar, interpretar, discutir y entender lo que pasa a nuestro alrededor. Lo hacemos a cada momento. Gozamos de la vida, o de cualquier otra cosa, en la medida en que la comprendemos. Aprender y saber son, esencialmente, algo gozoso. Entonces, ¿cómo es que hay que imbuir en los aprendices toda esa “cultura del esfuerzo y la disciplina”? ¿Cómo es que, para tantos niños y adolescentes (y profesores), ir a la escuela parece ser un verdadero suplicio?
No es difícil responder a esto. Una escuela fundada en el logro de la excelencia académica, la competencia y el mérito es incompatible, no ya solo con la búsqueda de la felicidad, sino con el más simple de los gozos. ¿Qué niño puede aspirar a desarrollar felizmente su individualidad cuando tiene que perder su tiempo en competir con otros y malbaratar su talento para ajustarse a unos determinados estándares de excelencia (no elegidos ni relacionados, por lo general, con sus reales intereses)? ¿Qué niño podría entregarse gozosamente a la experiencia del aprendizaje si supiera que es permanentemente juzgado según “méritos” y “deméritos” que, además, no son suyos?(¿Qué mérito tiene alguien por nacer inteligente o rápido, o por ser más o menos voluntarioso o sumiso a tareas mecánicas que no entiende y a las que se aplica por pura debilidad? La respuesta es: ninguno. La idea de mérito carece de todo mérito).
Si vaciamos al aprendizaje de todo su sentido natural, si cambiamos el amor al saber por el adiestramiento útil, el desarrollo personal por la competencia en pos de unos logros predeterminados, la entrega desinteresada por la conducta vigilada, premiada y castigada... No hay, en efecto, gozo ni felicidad que valgan. Por lo que solo cabe (intentar) enseñar por la fuerza. El que no comprende ni comparte el valor de lo que hace, solo puede hacerlo (si es que eso es hacer y no parecer que se hace) por fuerza de voluntad y disciplina marcial. Aunque con ello no aprenderá nada, por supuesto (salvo a disimular y conformarse). Dijo el filósofo Platón – que recomendaba el juego y el placer como medios naturales para el aprendizaje – que nada puede entrar en el alma de un hombre libre que le haya sido impuesto por la fuerza. ¿Aprenderemos alguna vez esto?
Pese a mis muchos años de profesor, todavía no he averiguado qué diablos tienen que ver los exámenes con la educación. Cuando, por sufrirlos o incluso tener que hacerlos yo mismo, me olvido de lo que es aprender, recuerdo cómo lo hace naturalmente un niño, cómo investiga un científico, o cómo crea un artista. El aprendizaje es una actividad desinteresada y apasionada, como lo es el amor. Pues bien, imaginen ustedes que les obligaran a cumplir un estricto horario de efusiones amorosas, y que, tras ellas, fueran examinados y evaluados por el profesor que las estuviera observando y juzgando. ¿Podrían dar, en esas condiciones, un solo beso genuino?...
¿Entienden ahora mejor – o más castizamente – por qué es imposible que un niño aprenda absolutamente nada (salvo a doblegarse y sobrevivir) bajo la – castiza – pedagogía de la LOMCE? Por suerte, hay otros muchos enfoques pedagógicos, con otros fines, y que demuestran cada día su eficacia, y no solo en Finlandia, también aquí, en centros pioneros de nuestra comunidad, y cada vez más. Esperemos que cuando toque elaborar una nueva ley educativa, no nos olvidemos de esa “nueva” pedagogía.