Hace unos días visité con mis alumnos el complejo arqueológico de Atapuerca, en Burgos. Fue magnífico. Los alumnos aprendieron – haciendo – que fue el hacer técnico lo que permitió sobrevivir a nuestros antepasados. No solo nos sirvió para dominar el mundo, sino también la mente gracias a técnicas sociales como el uso de símbolos o la celebración de ritos. Somos lo que somos gracias a esas hachas de piedra y esos dibujos pintados que despiertan aún hoy nuestra imaginación. Y, sin embargo, sospecho que no ha habido época en el mundo en que una porción de estos mismos homínidos evolucionados no haya echado pestes de sus propios “adelantos técnicos”. Me imagino perfectamente el miedo y la indignación de los más viejos cazadores paleolíticos, acostumbrados a sus piedras y palos, al ver como se extendía el uso de los sofisticados arcos o azagayas; o a los recolectores contemplar estupefactos como se imponía la costumbre de manipular la tierra para obtener de ella más y mejores frutos. Aquello debía parecerles – igual que a muchos ahora – el acabose. ¿¡Pero a dónde vamos a ir a parar!? – exclamarían en su tosco lenguaje, prejuzgando los avances tecnológicos como una amenaza mortal para su mundo y para sí mismos –.
El rechazo – a menudo con tintes apocalípticos – de los cambios asociados al desarrollo técnico y tecnológico es una constante cultural que seguramente se intensifica a la misma escala en que lo hace dicho desarrollo, pero que ni hace cientos de miles de años ni ahora tiene ninguna razón de ser más allá de la – obvia – llamada a la prudencia y al control de las consecuencias derivadas de dichos cambios. Sin embargo, y pese a carecer de justificación racional, la fobia a la tecnología sigue pasando por una posición ideológica respetable. ¿Por qué?... Sobre esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo
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