Suele pensarse que el poder se sirve del arte – casi siempre en connivencia con la religión – para generar conformidad y obediencia. Es difícil no reconocer la potestad y autoridad de un cacique, un monarca o un presidente cuando se nos presenta investido de un fastuoso traje ceremonial, pintado a lomos de un encabritado corcel, o – como el recién elegido presidente de Ucrania – protagonizando su propia serie televisiva. Toda la parafernalia del poder – sea antigua o moderna – tiene una clara naturaleza estética o artística – del mismo modo que todo lo artístico germina, directa o indirectamente, a la sombra del poder –.
Cierto que el arte posee también una función crítica, pero esta suele ser igualmente aprovechada como parte de la estrategia de sometimiento. Así, junto a las majestuosas representaciones estético-religiosas del poder (templos, pirámides, ritos de entronización, desfiles, discursos) – y a las que tanto deben las distintas artes –, concurren las expresiones bufonescas de desavenencia y “desorden” (la sátira, el teatro cómico, los géneros carnavalescos, la literatura social, el grafiti, el subversivo arte “de vanguardia”), pero el fin de estas últimas no es más que una ruptura ficticia y catártica con lo establecido, y, tras ella, la regeneración del deseo de conformidad.
El arte resulta, así, un dispositivo doblemente eficaz de dominación: produce la ilusión de poder del Poder y, del otro lado, la ilusión de poder vencerlo y librarse de él. Y hoy, aun con notables diferencias, desempeña la misma función que hace siglos.
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