Posiblemente la más cabal representación que se haya hecho del número π (pi) no se encuentre en la puesta en página, uno tras otro, del trillón de números ya calculado por las supercomputadoras japonesas de última generación, sino en un apasionado y luminoso poema de Wislawa Szymborska del que no me resisto a transcribir algunos versos en traducción aproximada: “la caravana de dígitos que es pi / no se detiene en el límite de esta página / sino que sigue más allá de la mesa por el aire / por las paredes, las hojas de los árboles, un nido, las nubes, directa al cielo / a través de toda la inmensidad e hinchazón celestiales”. En cuanto a las definiciones de ese número totémico e infinito que sigue suscitando pasiones de
geeks y
nerds de toda laya, abundan casi tanto como sus cifras, aunque yo prefiero la euclidiana que hacía referencia a la relación eternamente constante entre la circunferencia y su diámetro, como si se tratara de un matrimonio perfectamente avenido en el que un cónyuge engorda cuando lo hace el otro, y siempre en la misma proporción. Su representación matemática, truncada y redondeada, tal como se nos enseñó en el colegio, no puede resultar más inocente: 3,1416. Quién diría que tras esos cuatro decimales se agazapa la eternidad.
De π se ha dicho casi todo. Y la mayoría de lo que del misterioso número se predica remite de algún modo a la poesía. Incluso sus atributos matemáticos participan de esa especie de aura vertiginosa y escurridiza que ha fascinado a todos (y son muchos) los que se han dejado las cejas escrutándolo: número “irracional” (no puede expresarse en fracciones de dos números enteros) y “trascendente” (no es raíz de ningún polinomio con coeficientes enteros), su extravagante pedigrí matemático lo sitúa muy por encima de sus pobres hermanos sin cualidades reseñables. π es un símbolo místico, una representación de lo inabarcable (y quizás de Dios) más apropiada que la consabida fórmula que pretendía facilitarnos la comprensión del concepto mediante el recurso a la aburrida contaduría de las arenas del mar o de las estrellas del firmamento. Para que se hagan una idea: empleando sólo los cincuenta primeros decimales de Pi podríamos describir con precisión la curvatura del Universo. Qué escalofrío.
Bueno, pues afortunadamente ese número es de todos y no pertenece a nadie. Como el aire (al menos por ahora; ya veremos qué pasa si continúa la histérica satanización de lo gratuito). Michael H. Simon, un juez de Nebraska, acaba de dictar sentencia en la demanda interpuesta por el músico de jazz Lars Erickson contra el también músico Michael Blake. El segundo compuso el pasado año una melodía electrónica, a la que bautizó
What Pi sounds like (“Cómo suena Pi”), basada en la atribución de una nota musical a cada uno de los primeros números de la serie π. El tipo colgó su obra en YouTube y se hizo famoso inmediatamente. Blake la escuchó y la encontró demasiado parecida a su propia composición
Pi Symphony, que había registrado en 1992 y que también se basaba en el mismo procedimiento. Y demandó al colega.
El juez, un auténtico Salomón de Nebraska, ha resuelto que pi no está sujeto a derechos de autor (
is a non- copyrightable fact, reza la sentencia), así como —atención— tampoco lo está la idea de transformarlo en música, porque “el diseño resultante de notas es una expresión que surge de la non-copyrightable idea de convertir pi en música”. Un alivio, señoras y señores. Ahora podremos seguir experimentando y jugando tranquilamente con el número mientras otros estupendos pirados siguen poniendo negro sobre blanco la caravana eterna de sus guarismos. Se me olvidaba: el juez Simon ha tenido el buen gusto de sentar jurisprudencia en el Día Pi, que es el 14 de marzo (3/14 según el formato de fecha empleado en EE UU). El mismo, por cierto, en que celebramos el cumpleaños de
Einstein.
Manuel Rodríguez Rivero,
π es de todos y de nadie, El País, 21/03/2012