Los pactos parecen, pues, poco posibles por la escasa disposición de los actores, pero ¿son deseables? Desde luego, no lo son si han de servir para consagrar la idea de que no hay alternativa. Y más en un momento en que crecen las voces que afirman que Europa se ha metido en una ortodoxia sin sentido y que austeridad y recuperación son factores perfectamente incompatibles. La idea “No hay alternativa”, además de ser un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, es un germen imparable de degradación de la democracia. Unos pactos para convencer al país de que no hay otra vía que la obediencia ciega a los poderes exteriores y extrapolíticos que condicionan la toma de decisiones solo servirían para agrandar la distancia entre las élites dirigentes y la ciudadanía. Todos confundidos en la gran sopa del consenso, sin voces para la discrepancia. Si este debe ser el resultado, mejor olvidarse de los acuerdos nacionales. Que la oposición se esmere en renovarse para estar en condiciones de tomar el relevo si el Gobierno se quema más rápido de lo previsible y que los agentes sociales diriman sus diferencias de modo abierto y público.
En mi opinión, el gran pacto de Estado solo tendría sentido con un objetivo: plantar cara a las exigencias externas y defender la dignidad democrática del país. Evitar que se consolide lo que
Jurgen Habermas llama el “federalismo ejecutivo”, pactado por Merkel y Sarkozy, que pretende, en palabras del filósofo alemán, “transferir los imperativos de los mercados a los presupuestos nacionales sin ninguna legitimación democrática propia”. Un pacto que lleva al proyecto europeo al desastre: “La primera comunidad transnacional democrática se convertiría en un arreglo particularmente efectivo, en tanto que velado, de ejercicio de una dominación posdemocrática”.
Un consenso activo, contra el autoritarismo posdemocrático, requeriría coraje, riesgo y capacidad de buscar complicidades en el resto de Europa.
Josep Ramoneda,
El eterno retorno de los pactos, 15/04/2012
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