No deja de ser una metáfora siniestra el hecho de que la burbuja inmobiliaria forzara a importar miles de palmeras de Egipto, cuanto más altas más baratas, para adornar paseos marítimos, urbanizaciones, avenidas y demás engendros urbanos, y con ellas llegara la plaga mortal del picudo rojo, como remate de esta fiesta de la especulación. Todas las palmeras de nuestro país están amenazadas de muerte y los más pesimistas auguran que a la larga esta muerte será inevitable. En los años cincuenta del siglo pasado ya sucedió una tragedia semejante con los naranjos. Un ministro de Franco se pasó por la cornisa de sus genitales la rigurosa prohibición de importar plantones de California, lo hizo sin permiso, los plantó en su finca valenciana e introdujo el virus de la tristeza, que obligó en 10 años a tener que arrancar uno detrás de otro todos los cítricos del Mediterráneo para sustituirlos por nuevos plantones con pie tolerante. La hembra del picudo rojo deposita alrededor de 400 huevos en el corazón de las palmeras cuyas larvas se alimentan de su savia hasta agotarla y el escarabajo que nace del capullo se expande a gran velocidad en cuatro kilómetros a la redonda. Este insecto llegó a España como a un país de jauja, ya que aquí no encontró predadores que lo neutralizaran. Desde el principio gozó del mismo privilegio y manga ancha de los especuladores inmobiliarios para destruir el paisaje, pero ahora que el picudo rojo acaba de coronar la fiesta de la especulación con un horizonte de palmeras muertas, la codicia está dispuesta a introducir de nuevo en este país otro virus muy dañino. Se llama Eurovegas, de Sheldon Adelson, un tipo que ha tomado a los españoles por idiotas. En medio de la crisis económica este macarrón nos promete casinos, ruletas, putas, mafiosos y rascacielos en mitad del yermo, siempre que los políticos, a cambio de hipotéticos puestos de trabajo, estén dispuestos a bajarse los pantalones. Este tipo californiano es portador de una plaga, semejante al picudo rojo y exige tener las mismas ventajas que ese insecto, nada de controles, para anidar a sus anchas como un forúnculo en el cogote de futuros especuladores, quienes una vez que hayan llenado el saco dejarán ese erial de ladrillos a merced de las raposas y de los lagartos.
Manuel Vicent,
Palmeras, El País, 15/04/2012