
Lo dijo el machadiano Juan de Mairena: “Recordad el proverbio de Castilla: ‘Nadie es más que nadie’. Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. Haciendo abstracción de los accidentes que nos diferencian, todos somos iguales en lo de verdad importante. Nada hay por encima de la dignidad irrebasable de ser hombre. Aunque la variedad de circunstancias biográficas enriquece lo humano, todos pertenecemos al común de los mortales. Se dice que la muerte todo lo iguala; pero antes que ella, en vida, ya estamos igualados en la condición mortal que compartimos. La experiencia fundamental del vivir y envejecer, que es personalísima y en la que nadie puede sustituirnos, nos nivela de forma definitiva. Nadie posee la llave de la vida y por eso todos enmudecemos por igual ante su devenir enigmático, que no entiende de minorías selectas ni de tutelas de unos sobre otros.
Sentado lo anterior, se entiende que “masa”, esa voz inventada por los moradores de las cimas, suene tan malamente hoy, en esta edad mesetaria. En abril de 1900, cuando las tesis doctorales eran unas docenas de cuartillas bien compuestas y no un centón de datos, un veinteañero Manuel Azaña presentó la suya con el título La responsabilidad de las multitudes. Saliendo al paso de las teorías, entonces en boga, que argüían la disolución del individuo en los actos multitudinarios, víctima de fenómenos psíquicos de embriaguez colectiva como hipnotismo, contagio o sugestión, Azaña recomienda descomponer analíticamente la masa hasta llegar a sus elementos primeros y, al hacerlo, “hállase como factor primitivo”, escribe, “el ser racional, libre a pesar de todas las fuerzas que tienden a contrarrestar las de su voluntad, hombres a quienes en general ni la sugestión ni la tendencia imitativa, etcétera, llegan a modificar igualándolos a los brutos”. Por mucho que el individuo se integre en grupos, donde actúan fuerzas a veces muy poderosas de anulación de la conciencia moral y de regresión psíquica, subsiste siempre en él el coto reservado de su responsabilidad individual de ciudadano. Es decir, que en rigor no existe tal masa sino sólo muchos ciudadanos, mortales y morales, cada uno responsable ante sí mismo y ante los demás.
De modo que el dualismo que durante milenios dividió la humanidad en dos clases de personas diferentes, debe ahora residenciarse en el corazón de cada una de esas personas. La raya decisiva no separa ya como antaño entre el estamento de los hombres ejemplares y el de los hombres vulgares en el seno de una sociedad dada, sino entre decisiones ejemplares y decisiones vulgares en el seno de cada uno de los ciudadanos de dicha sociedad. En lugar de ser dócil a los mejores, la mayoría debe tender por ella misma a lo mejor y tratar de constituirse en mayoría selecta. Apple, Ikea y Zara demuestran que, cuando se democratiza con éxito lo excelente, esa mayoría ciudadana es capaz de apetecerlo tanto como la minoría, salvo que sea totalmente idiota.
Lo que no parece ser el caso porque, por fortuna, nada más igualitario que la inteligencia, al menos según Descartes. Su Discurso del método (1637), esa obra maestra de la literatura, arranca así: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo (le bon sens est la chose du monde la mieux partagée), pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen”. Aunque, humm… admito que esta declaración cartesiana de igualitarismo intelectual trasciende un cierto aroma de aristocrática ironía.
Javier Gomá Lanzón, Mayoría selecta, Babelia. El País, 12/01/2013