Tras el diluvio, Noé vivió todavía 350 años. Sus hijos Sem, Cam y Jafet junto a sus esposas, más los animales del arca fueron suficientes para garantizar el ciclo de las generaciones y con ello la pervivencia del ser humano, es decir, del ser por el que se cumple la palabra de Jahvé relativa al perdurar de la vida animal. Vida reducida a las formas o especies de las que el hombre es testigo y que están por él conservadas. La extensión de este cuidado a las especie vegetales, convertiría ya al hombre en depositario de la vida en general y con ello en efectiva medida de las cosas esenciales.
Sabemos que la especie hombre es resultado contingente del devenir natural, mas sin embargo a ella incumbe la tarea de conferir a la naturaleza un sentido, a saber, el de ser cimiento para asegurar precisamente la existencia del hombre. Y esta contemplación de la naturaleza como el primer eslabón en la causa del ser que otorga significación, además de arrancarla a la ciega insignificancia de lo meramente dado, tiene como inmediata consecuencia el imperativo de asegurar la salud de ese orden natural. Amar la naturaleza y luchar por su buena ordenación aparece así como inmediato corolario del amor de la especie humana, de tal manera que el fundamento de una actitud racionalmente ecológica no es otro que el deseo de plenitud para la especie humana.
Víctor Gómez Pin, Tras la catástrofe (III): la especie que arranca a la insignificancia, El Boomeran(g), 22/01/2013