La función del lenguaje político es hacer creíble la mentira y “dar a aquello que no es más que aire una apariencia de consistencia”. Palabra de
George Orwell. Amén. Esta semana hemos tenido momentos espléndidos en la ardua tarea de darle consistencia a lo que no es más que aire. El principal capital que ofreció el actual presidente para ganarse a los electores fue la confianza. Ahora mismo, esa divisa de Rajoy tiene un valor de menos que cero. Nunca un presidente perdió tanto crédito en tan poco tiempo. De Aznar recibió la designación, pero no el poder presencial. A pesar de imitar su inmutabilidad, los diferencia su forma de mirar. En sus memorias de infancia en Berlín,
Walter Benjamin habla de un niño que no mira los relojes por miedo a estropearlos. Rajoy se quedaría preocupado, o al menos perplejo, si estropea un reloj al mirarlo, aunque es algo que, por lo visto, parece pasarle con cierta frecuencia. Aznar, por el contrario, quedaría encantado por esa capacidad para detener el tiempo con su mal de ojo panóptico. El Papa ha anunciado que, tras su dimisión, permanecerá “escondido para el mundo”. La mejor frase de quien fue Gran Inquisidor. Aznar se mantiene presente, vigilante, como un Cronos que marca edades, de acuerdo con la fama de ser aquel “el más retorcido de los dioses”. Pese a las apariencias, nadie acude de verdad en ayuda del presidente al que se le estropean los relojes uno tras otro: las marcas Camps, Fabra, Mato, Bárcenas... La mentira es cada vez más mentirosa. No hay portavoz, no hay repuesto, no hay voces creíbles para semejante cambalache. Por eso resulta histórica, extravagante, tan cínica como sincera, tan patética como osada, la declaración con la que Rajoy intentó darle al aire una aparente consistencia: “No he cumplido con mis promesas (programa), pero he cumplido con mi deber”. Cumplir la palabra, ¿no era ese el deber?
Manuel Rivas,
La mentira, El País, 16/02/2013