Desde que en 1983 el filósofo alemán Peter Sløterdijk publicara la Crítica de la razón cínica han pasado ya más de 25 años y, sin embargo, su profundo análisis de cinismo postmoderno sigue gozando de una extraordinaria vigencia. Esta obra, junto con la Teoría de la acción comunicativa (1981), de Jürgen Habermas, y El principio de responsabilidad (1977), de Hans Jonas, es, con mucha probabilidad, uno de los ensayos filosóficos más sugerentes del último tercio del pasado siglo.
En la obra, reeditada hace muy poco por Siruela, el polémico pensador distingue, con lucidez, el cinismo griego, cuyo máximo representante es Antístenes, del cinismo contemporáneo. En aquella escuela filosófica se adoraba al perro, se reivindicaba la vida natural, sin normas, ni convenciones, en plena harmonía con el Todo; se aspiraba a una existencia sobria, sin ornamentos, ni artificios; se anhelaba la autenticidad, lo cual nada tiene que ver con el cinismo difuso de la tan cacareada postmodernidad.
El cinismo postmoderno es una expresión del nihilismo. El cínico postmoderno ya no cree en nada, ni en la Patria, ni en la Revolución, ni en el Partido. Ha dejado de confiar en las grandes palabras. En su alma habita el más inquietante de los huéspedes: el nihilismo. Parte de la idea que todo lo sólido se desvanece en el aire, por lo cual, la lucha carece de sentido, como también la revolución.
El cínico es el último eslabón del criticismo, la consciencia desgraciada de la Ilustración, el gato escaldado por las ideologías. Como insinúa Peter Sløterdijk, sólo se mueve por el instinto de autoconservación a corto plazo. Experimenta una cierta ternura frente al joven alternativo, al rebelde antiglobalización y al ecologista convencido; una suerte de piedad frente a los que sueñan que otro mundo es posible. Viene de vuelta de todo, pero, en el fondo le devora una melancolía que mantiene bajo control emocional. Es un conformista, lleva tatuada en su epidermis la mentalidad TINA (There is no alternative), pero aparenta creer en algo, da la impresión que tiene convicciones y, de hecho, sigue en el Partido, en la Iglesia o en la ONG de turno, pero sólo él sabe que ya no cree en nada más que en conservar su statu quo. El cinismo difuso es el gran mal a combatir, una especie de virus que campa a su aire por el mundo social y político.
El cínico se mira con indiferencia los avatares de la historia. No cree en el poder de la razón y experimenta pasivamente cómo se embrutecen las masas con los medios de comunicación audiovisual y cómo se atrofia la democracia. Sabe, en sus adentros, que el fracaso de la Ilustración que anunciaron los filósofos de la primera generación de la Escuela de Frank-furt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se ha hecho fatalmente realidad en la burbujeante sociedad postmoderna que, más que líquida -con perdón de Bauman-, parece pura gaseosa. Viendo cómo va el mundo desde el sofá de su casa, el cínico, víctima de una sobredosis de telebasura, se pregunta para qué ha servido la cultura de la crítica, la escuela de la sospecha, los grandes maestros pensadores.
Pregunté a mis alumnos cómo se detecta a un cínico; cómo curarse del cinismo, diagnosticarlo a tiempo y combatirlo. Me quedé gratamente sorprendido de sus respuestas. El cínico, por bueno que sea -decía uno-, es un texto camaleónico, que adopta la forma del contexto, un ser sin convicciones que manosea las grandes palabras para mantener su silla. Cuando uno contrasta su discurso público con su vida privada, aflora la incoherencia y el cínico aparece con luz meridiana.
El cinismo es una secreta forma de desesperación y de resentimiento contra toda forma de pensamiento alternativo. En la vida política está alcanzando tal magnitud que uno tiene que luchar firmemente contra su escepticismo para no tirar la toalla. Muchos jóvenes ya la han tirado. No se creen a los políticos cuando hablan y, sin embargo, están sedientos de referentes sociales, de arquetipos ejemplares, de razones por las que merezca la pena luchar. Tienen hambre de épica.
El cinismo genera desconfianza y desesperanza. Frente a él es necesario repetir una y otra vez que otro mundo es posible (y necesario). Contra el fatalismo histórico que anida en el alma del cínico, es esencial reivindicar el poder de la razón y de la participación, el principio esperanza del olvidado Ernst Bloch, la indignación frente al mal y las estructuras de injusticia que ahogan el mundo. Nos conviene recordar que toda realidad viene precedida por un sueño.
El cinismo es el fruto maduro del nihilismo finisecular. Friedrich Nietzsche lo predijo, pero no nos dio herramientas para liberarnos de él. Después del fracaso de las utopías, llegó el nihilismo y, con él, el cinismo. Pero, después del cinismo, ¿qué podemos esperar? Nadie lo sabe con certeza. Será necesario forjar nuevos horizontes de sentido, anclados en el conocimiento real del ser humano, pero con la memoria despierta, pues, de otro modo, podríamos tropezar, una vez más, con la misma piedra.
Francesc Torralba, El antídoto contra el cinismo, El País, 15/02/2010