Se oye con frecuencia que la cultura moderna, tan maligna ella siempre, ha escamoteado la muerte del primer plano y que este hurto ha ocasionado graves calamidades morales a nuestra gente. Mi percepción, por el contrario, es que la muerte está ahora más presente que nunca a través de películas, noticieros, fotografías, periódicos o videojuegos. Asesinatos múltiples, catástrofes naturales, accidentes mortales y cadáveres por doquier, a escala industrial, han acostumbrado nuestra retina al tétrico espectáculo.
Lo que de verdad se esconde no es la muerte sino la mortalidad. La diferencia entre una y otra proviene de que la muerte es un hecho meramente biológico, bastante vulgar por cierto, previsible, repetitivo y común a todos los vivientes, insectos y plantas incluidos, mientras que la mortalidad constituye un privilegio moral específico de los hombres, entidades autoconscientes a quienes les es dado conocer y aceptar su condición mortal y así apropiarse positivamente de la finitud de su vida. Porque la mortalidad pertenece a la vida, no a la muerte. Dijo el
Sócrates del
Fedón que filosofar es prepararse para morir y, por mi parte, admito que durante algún tiempo me persuadí de que pensar en la muerte era, como dice
Platón en otro lugar, “sostenerle la mirada a lo divino”, ponerte en conexión con lo esencial. Pero no: la meditación sobre la muerte no te proporciona un conocimiento suplementario ni, por prestarle tu atención, ahuyentas un solo segundo el desenlace fatal. Estoy de acuerdo con
Spinoza cuando en su
Ética asevera: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte sino de la vida”. De hecho, si tuviéramos en mente la muerte a todas horas, como nos exhortan algunos moralistas, este mundo resultaría invivible, aplastado por la abrumadora seriedad de nuestro destino funerario. Por eso parece preferible practicar esa frivolidad metafísica que recomienda
Scheler para neutralizar el pensamiento aniquilador y así desdramatizar voluntariamente la inexorable injusticia estructural del mundo —torva y siniestra— rociándola con una lluvia de liviandad con la que abrir espacio en nuestra existencia a la alegría, la emoción y la esperanza.
Aceptar la limitación consustancial a nuestra finitud nos predispone para asumir los otros límites —cívicos, éticos, sociales, profesionales, jurídicos— que moldean nuestro yo, el cual corre siempre en busca de una forma individual que lo defina. Ser hombre es elegir la forma de tu autolimitación. Pero, como dice Simmel, la vida es forma pero también trascendencia de esa forma. La vida es medida, proporción, simetría pero también es desmedida, desproporción, exceso. La ciudad, con sus calles y aceras, es el símbolo de la urbanización a la que debemos someter nuestro corazón para que la convivencia sea posible; pero esa domesticación pública de lo salvaje residente en nosotros ni puede ni debe apagar el eros íntimo que nos hace anhelar lo ilimitadamente grande, oscuramente presentido. En una ocasión,
Rousseau le preguntó por carta al rey de Prusia: “Sondad bien vuestro corazón, ¡oh, Federico! ¿Podréis decidiros a morir sin haber sido el más grande de los hombres?”. A la vez que nos educamos para la mesura —“nada en exceso” se leía en el frontispicio del templo de Delfos— haríamos bien en retener una ingenua capacidad de “entusiasmo”, esto es, literalmente, de dejarnos poseer por el dios del delirio colectivo y el frenesí, de nombre Dioniso. Sus seguidoras, las bacantes, corren desenfrenadamente por los bosques, danzan con loco desvarío y, excitadas por la música de timbales y castañuelas, gritan “¡Evohé!”, una exclamación festiva de júbilo por la ebriedad de vivir. Sabio será quien sepa administrar sus expectativas en la vida para combinar la moderación, que es el tenor general de nuestra línea de conducta, con el éxtasis producido por ese sentimiento de ilimitado poderío que a veces nos acomete sin razón aparente y ante el que solo cabe abandonarse y bailar, cantar y chillar. ¡Evohé, evohé y evohé! Bajtin, en su libro sobre Rabelais, alude a esas fiestas grotescas medievales donde se representa a la muerte embarazada. En esos momentos de intensidad emocional extrema no te importaría morir porque adivinas que hasta la muerte resultaría preñada por la penetración de tu sentimiento vital en expansión. Y quien pretenda ignorar en su corazón el imperio del dios de evohé, lo paga muy caro, como Penteo, el héroe de las Bacantes, tragedia póstuma de
Eurípides. Cadmo y Tiresias, más veteranos y prudentes, sí consienten en venerar al nuevo dios oriental de largas melenas, nívea piel y sonrisa irónica, y en su honor, como manda el ritual, se cubren con piel de corzo, empuñan la vara del tirso y se ciñen la corona de yedra; en cambio, Penteo, tirano de Tebas, racional y engreído, niega en su ciudad el culto a Dioniso por juzgarlo forastero, extraño a las costumbres ilustradas de su pueblo, y tras sufrir un súbito cambio de personalidad bajo el sortilegio del dios, terminó descuartizado a manos de su propia madre, presa de furia destructiva.
De lo que aconteció a Penteo extraemos la lección de que el severo
ethos característico del hombre civilizado ha de convivir de alguna manera con el eros jovial que en nuestro pecho nunca deja de murmurar su canción, porque, de lo contrario, la pulsión erótica reprimida se vengará de esta coacción con mano airada. Registró en su autobiografía Windham Lewis, pintor vorticista, el siguiente lema: “Nunca nos permitamos vivir con amusia”, es decir, ni un solo día sin la compañía de las seductoras Musas. Y así hasta la misma ancianidad, como
Eurípides hace decir al coro de Heracles: “Jamás vivir lejos de las Musas, estar siempre en el brillo de sus guirnaldas. También el poeta, no obstante su vejez, ensayó un pensamiento divino”.
Lo sé, lo sé muy bien: lo anterior suena a declaración de amor a la vida y nada más ridículo y ridiculizable que una persona enamorada. Pese a todo, la mantengo, mientras Dioniso me asista.
Javier Gomá Lanzón,
¡Evohé!, Babelia. El País, 23/02/2013