Judith Shklar |
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Me parece que un punto de partida básico es definir las relaciones que establecemos entre justicia y legalidad y sobre que base lo hacemos. El significado de la palabra legalidad es claro: es el derecho positivo, es decir, las leyes existentes en un país. Leyes que, por supuesto, han establecido los que tienen poder para hacerlo. Este poder, como sabemos, puede emanar de diversas fuentes. Se puede considerar que proviene del Cielo o de Dios, con lo cual es intocable. Evidentemente el pueblo, la gente, no tiene porque aceptarlas a menos que se lo crea o le obliguen por la fuerza. Las teorías democráticas sostienen que la soberanía proviene del pueblo y por tanto es este el que hace las leyes y debe cumplirlas. Así lo formula Spinoza, afirmando que el sigue las leyes democráticas es libre y el que sigue las leyes no democráticas es un esclavo. El liberalismo establece una teoría clasista de ciudadano y por tanto los que no tienen parte (como diría Rancière) defienden su participación en la elaboración de estas leyes. Ya lo hicieron anteriormente los trabajadores pobres en Atenas o los plebeyos en Roma. Lucharon por la democracia, aunque también la entendieron de manera restringida. La democracia es, como dice Charles Tilly, la consulta amplia, protegida y vinculante de los gobernantes a la sociedad. Básicamente sobre las leyes.
Vivimos actualmente en Europa un sistema político que calificaría como mixto: oligárquico y democrático. Es oligárquico porque el poder económico influye excesivamente en el poder político y acaba imponiendo sus decisiones, y porque la estructura política hace que los representantes no estén realmente controlados por los votantes. La oligarquía es, por tanto, económica y política. Es democrático porque hay libertades políticas y porque hay elecciones por sufragio universal.
La pregunta es entonces si deben o no deben respetarse las leyes. Artur Mas, por ejemplo, dice que no. Que ni la Constitución ni el gobierno ni las leyes de este parlamento negaran el derecho a decidir de los catalanes. Mas sugiere entonces lo que Lockellamaba el derecho a la revuelta, es decir, el derecho a rebelarse contra las leyes y el gobierno si no respetan un derecho que está por encima del derecho positivo, o sea de las leyes. La cuestión es, por supuesto, de dónde emanan estos derechos que son más importantes que las leyes y nos permiten juzgarlas. Locke decía que de los tres derechos naturales : la vida, la libertad y la propiedad. Estos derechos naturales eran divinos. El problema es que yo ni creo que en los derechos naturales ni en el fundamento divino de los derechos.
Hablamos entonces de legalidad y de justicia. La justicia es un término confuso. Porque habla al mismo tiempo de las instituciones que aplican las leyes y de un modelo ideal al cual las leyes deben subordinarse. Es así desde que Sócrates y Platón discutieron a los sofistas que las leyes eran siempre convencionales y por tanto había que seguirlas. Aristóteles, que defendía un sistema democrático, ya fue más ambiguo en el tema porque consideró que seguir las leyes era justo.
¿Cuál es el modelo de justicia que podemos utilizar hoy para cuestionar las leyes semidemocráticas o incluso democráticas ?. John Stuart Mill decía que ni las leyes son democráticas cuando no respetan los derechos individuales ni de las minorías. Estableció un criterio bastante claro para delimitar lo público y lo privado e intentó plantear con sentido común lo que son los derechos de las minorías, que sería no ser excluidas de los derechos políticos y sociales que tienen los otros.
Actualmente tenemos una referencia útil que son los derechos humanos. Para mí no son derechos naturales ni se basan en estos porque creo que el derecho y la justicia son convenciones sociales y por tanto artificios humanos. Digamos que son intersubjetivos en el sentido de que son resultado de un debate histórico y se ha llegado a un cierto acuerdo.
Pero en todo caso lo que nos levanta contra las leyes es el sentimiento de injusticia, lo que hoy se llama la indignación.
Judith Shklar, nacida el año 1928 y muerta prematuramente a los 64, habla de la injusticia desde una reflexión basada en su experiencia personal. Nacida en Letonia, de familia judía tuvo una juventud nómada marcada por la persecución que le llevó de Suecia a Canadá pasando por Japón. Finalmente se instaló en EEUU donde tuvo una brillante carrera académica en el Departamento de Ciencia Política y acabó como primera presidenta de la Asociación Americana de Ciencia Política. Ella misma se califica a sí misma con una expresión poco sugerente, que es la del liberalismo del miedo. El valor de utilizar un adjetivo tan poco atractivo da muestra de su sinceridad y libertad intelectual. Está claro que ella no busca aplausos ni hace guiños a la galería sino que se plantea muy seriamente una forma rigurosa de analizar el fenómeno de la injusticia diferenciándolo del de la justícia. Como he comentado antes hay un componente emocional en la injustícia que la aparta de concepciones normativistas y legalistas. No son las leyes ni las normas las que evitarán la injustícia, aunque evidentemente son necesarias. Pero para desarrollar un análisis en profundidad de las raíces y de los rostros de la injusticia hay que hacer un análisis más complejo. Hay que abordar las instituciones y las actitudes y las conductas humanas, no solamente las leyes. Esto en EEUU (y no hay que olvidar que aunque su alcance sea más amplio éste es el contexto) es muy claro: un país puede discriminar racialmente o sexualmente incluso si sus leyes son igualitarias. Hay una diferencia clara cuando tratamos la injusticia entre lo que es subjetivo (actitudes, sentimientos) y lo que es objetivo (normas, instituciones) pero ambos están entrelazados y no podemos tampoco separarlos. Judith Shklares una liberal con sensibilidad social y esto le hace evidenciar la diferencia entre la responsabilidad de los que gestionan las instituciones y el resto de los mortales. Con esto enlazamos con la siguiente crítica a la generalización de la culpa. Es preciso delimitar las responsabilidades porque de esta manera lo hacemos también con las culpas. Cuando Jean Genet, hace muchas décadas, criticaba a los que se escandalizaban por los atentados terroristas palestinos diciendo que todos éramos culpables de su situación, lo que hacía era diluir las responsabilidades. Aunque tampoco podemos contentarnos con dar la culpabilidad a los agentes directos cuando somos espectadores pasivos. El tema es complejo.
Mi conclusión es que la democracia y la los derechos humanos (individuales y sociales) son el equilibrio frágil a partir del cual discutir y decidir lo que es injusto. Lo cual no quiere decir que la injusticia no nos lleve directamente a la acción: las víctimas deben defenderse y como tales tienen su verdad. Pero cuando hay posibilidad de debate debe ponerse sobre la mesa porque decimos no a una leyes, es decir porque las consideramos injustas. De otra manera serán las pasiones, los prejuicios o los intereses los que producirán el conflicto.
Luis Roca Jusmet, Justicia y legalidad, Materiales para pensar, 24/02/2013