by Perla Fuertes |
Por eso hablamos de la mirada y no sólo del ver. Pero aún así, lo interesante es que para ver de verdad se precisa una cierta implicación, una participación, que no es sólo una respuesta a lo visto, es también un modo de configurar lo que se ve. Un testigo es mucho más que alguien que ha visto. Testimoniar y testificar no se reducen a mencionar asépticamente lo que se ve. Es cuestión de narrarlo, de describirlo, de contarlo. Y al decir, uno también se dice. Por eso un testigo se pone en juego y se le exige decir la verdad. Parecería entonces que lo mejor es no tener que ver con el asunto, para no sentirse tan afectado o tan involucrado, dado que ver en verdad significa vérselas con algo o con alguien, esto es, al menos en esa medida tener que ver con ello. De lo contrario, en rigor, ni siquiera se ve. Y tener que ver es ya una suerte de pertenencia.
No es sólo que se tenga que ver y no se vea, cuestión ésta que obedecería a ciertas precauciones, es que a veces preferiríamos no ver para no tener que haber visto, para no tener que ver con lo visto. Y de ahí todas las prevenciones que hablan del alivio de los ojos que no ven, para evitar sentimientos que indujeran a verse atañido, y más aún en la tesitura de intervenir o en la incomodidad de quien ha visto. Se trataría incluso de no ver a nadie mirar, y de ocultarnos a su vez ante su visión. No sin cierto bochorno. No saber nada es así no tener que ver. Y suele decirse.
No deja de ser significativo hasta qué punto vivimos en tiempos en que todo parece tan próximo, tan a mano, tan cerca, que no hay modo de ver cómo no sólo estamos afectados, sino concernidos. Pero la dificultad de determinadas situaciones se afronta de modo bien conocido, sencillamente no dándose por aludido, considerando que eso no nos alcanza, agradeciendo a quien corresponda que no nos haya aún arrasado, y prosiguiendo en nuestras tareas con una serenidad que más bien parecería indiferencia. Eso, en el supuesto de que efectivamente no nos encontremos abatidos y en una cierta desolación. Entonces no sería cuestión de abrir o no los ojos, ya que resultaría evidente hasta con los ojos vendados.
Del mismo modo que sólo oímos en rigor a alguien cuando, estemos o no de acuerdo, compartimos algo común, esto es, cuando escuchamos, asimismo sólo propiamente vemos cuando contemplamos. Y eso es algo bien distinto a limitarse a asistir como espectadores a lo que sucede. Contemplar exige considerar, formar parte, siquiera como una posición prenarrativa, y ello nos hace, si no autores de lo que ocurre, sí posible relatores. De ahí que un buen ver suponga ya un modo de respuesta y haber visto, una responsabilidad, lo cual no significa culpabilidad.
Mientras tanto, la “cultura” de hacer para no tener que ver consagraría el principio de que sólo si directamente es cosa nuestra o nos llega, nos importa. Y por tanto únicamente así lo vemos. Cualquier atisbo de mutua pertenencia o de solidaridad se consideraría filantrópica y caritativa, y se trataría de no caer en tales ardides. Así, una vez más encontraríamos buenas razones para vincular el no ver con el no tener que ver. Y ya no haría ni falta mirar para otro lado. Nuestro lado siempre sería otro, el de quien no tiene nada que ver.
Ciertamente, ni los niveles de implicación ni de responsabilidad son en cada caso similares. Pero tampoco el modo como la situación afecta y nos afecta. Lo desconcertante es cuando en nuestras relaciones personales, sociales y políticas encontramos con dificultad algo que tenga que ver con nosotros, esto es, con nuestro hacer. Más bien, con nuestro padecer. No vemos que nos convoque a un determinado modo de proceder que incida en lo que ocurre. Son otros, siempre otros, siempre los otros. Y precisamente parecen ser los otros porque la cosa no va con nosotros. Así que puestos a no tener que ver, empezamos por lo fundamental que es no ver al otro. La cosa sería esa, ni verle. Al menos no reconocerlo como alguien realmente singular y diferente, sino en todo caso como uno más. Ya se sabe, los otros son todos iguales.
En el fondo, no tener que ver con algo es un modo de no tener que ver con alguien. Y a veces con buenas razones. No ha de negarse que, dados los casos, en no pocas ocasiones es aconsejable, recomendable y necesario. Sin embargo, la toma de posición universal, según la cual, y ante el actual estado de cosas, lo más sensato es no tener que ver con nada ni nadiesignifica sencillamente la renunciaa la determinación de afrontarlo. Pero hay un modo de ver que consiste en impugnar lo que se ve mediante la transformación de lo que sucede.
No es preciso insistir en la contundencia del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad, de la pobreza, de cuanto de una u otra manera nos alcanza. Pero es indispensable constatar que para algunos, no tan lejanos en muchas ocasiones, la miseria e ignorancia del mundo adopta la forma de un mal radicalque penetra sus vidas, tejiéndolas de necesidad e impregnándolo todo. Hacerse cargo de ello con un verdadero ver evitaría algunas tibiezas y ciertos melifluos y quejumbrosos modos de nuestro decir. Y no se trataría de evitar combatirlos, ni de dejar de ser conscientes de lo privilegiado de muchas de nuestras situaciones. Preferir no ver respondería a la voluntad de hacer legítima ostentación de nuestras carencias, mientras cerca la situación es sencillamente insostenible. Y entonces sí que ha de decirse que muchas veces lo que nos ocurre no tiene que ver, nada que ver, con lo que no siempre queremos ver.
En ocasiones, ciertamente lo mejor es no tener que ver, nada que ver. Sin embargo, también es inquietante la permanente toma de distancia respecto de lo que sucede, de los demás, y de la coyuntura. Hay un elitismo del alejamiento que no es sólo saludable cautela, sino toma de asiento ante lo que nos incomoda, con la seguridad de que ni con ellos ni con el asunto tenemos que ver. Pero entonces lo que sucede en verdad no es que no tengamos que ver, es que no vemos nada.
Ángel Gabilondo, No tener que ver, El salto del Ángel, 26/03/2013