Cuando decidí estudiar Derecho, no sabía muy bien que iba estudiar. Los que sabían tan poco como yo acerca del currículum, me anunciaban un ejercicio aburridísimo de memorización de leyes y leyes que continuamente irían cambiando y, por tanto, mi carrera supondría una especie de piedra de Sísifo si quería ser competente en mi área.
Creo que soy bastante competente en mi área, y casi no he memorizado ningún artículo, ni mucho menos una ley entera. He estado muchos años enseñando Derecho y apenas he citado literalmente más de unos cuantos principios que, afortunadamente, casi no han cambiado desde hace décadas, algunos casi siglos, aunque, por desgracia, sí parece que han sido olvidados por los se dedican a cambiar esas leyes que yo habría tenido que memorizar.
Hay algunos conceptos, que en cuanto los oyes, se te graban en la estructura mental, esa que nunca sabremos si también es emocional, porque todavía no está muy clara la conexión entre la cabeza y el corazón en el aprendizaje. Quizá sea cierto que sólo llegamos a aprender de verdad lo que de una u otra forma nos emociona. Me refiero a los conceptos de bien común, de interés público, de progreso social, de bienestar colectivo, de consenso político, de justicia material, de legitimidad democrática, de dignidad del ser humano a través de la efectiva garantía de sus derechos fundamentales.
La democracia sólo se legitima a través de la ciudadanía universal , y para ejercer la ciudadanía, son necesarios unos mínimos materiales más allá del empadronamiento y la posibilidad de ir a votar cada cierto tiempo. Seguridad, educación, sanidad, movilidad y una renta mínima para poder decir que no. Poder decir que no, es la condición primera de la dignidad.
Cuando me especialicé en los Estudios de Género, me di cuenta por qué las mujeres eran ciudadanas de segunda: menos seguridad, menos educación o una educación que se valoraba menos, menos salud, menos movilidad y menos rentas. Dependiendo de la época histórica y de la zona geográfica, esta ciudadanía de segunda, podía ser de tercera, o casi perder todos sus elementos constitutivos.
Cuanto más se vacíe la ciudadanía y más olvidados queden los principios de nuestro sistema democrático, más fácil será que todo nuestro sistema normativo se convierta en un ejercicio de autocomplacencia sin ciudadanía que lo legitime, en un conjunto de leyes administrativas, alejadas de ese bien común, de ese proyecto colectivo de mejora social y bienestar colectivo.
Las mujeres llevan intentando hacer política fuera de la política desde la Revolución Francesa, y, como dice Amelia Valcárcel, sin un disparo que no sea en sus propias filas. Aunque nadie se ocupe de enseñarlo en la Facultad de Derecho, existió una Declaración de los derechos de la Mujer y la Ciudadana en 1791, porque la Declaración oficial, la de 1789, era sólo para el Hombre y el Ciudadano; su autora, Olympe de Gouges, fue convenientemente ejecutada ante la osadía de pretender que las mujeres pudieran ser ciudadanas y tomar parte en las decisiones colectivas que, sin embargo, condicionarían su existencia. La realidad de las mujeres no ha existido hasta hace apenas unas décadas en las agendas políticas; el poder político nunca las representó, sólo las administró. ¿Existe hoy la realidad de mujeres y hombres en las agendas políticas? ¿Cuál es el mínimo de ciudadanía para seguir considerandonos dentro de un sistema sin perder nuestra dignidad, sin perder la posibilidad de decir que no?
Pilar Pardo, Ciudadanía mínima, fronteraD, 28/02/2013