Puede que no haya palabra más voceada que "libertad" a todo propósito, venga o no a cuento, y que permanezca sin embargo peor entendida. En el terreno filosófico la libertad se llama libre albedrío y ha conocido varios intentos exterminadores, que antaño venían de la teología y hoy de la divulgación científica, es decir en ambos casos de saberes algo borrosos, coloristas y propensos a la truculencia intimidatoria. Tomemos por ejemplo Incógnito (ed. Anagrama) del neurocientífico David Eagleman, obra muy entretenida, que se propone revelar "las vidas secretas del cerebro" (no tan secretas, claro, gracias a él como Los misterios de las catedrales dejaron de serlo después de que Fulcanelli escribiese dos volúmenes sobre ellos). Según parece entre esos secretos revelados no tiene lugar el libre albedrío: más allá de la ilusión psicológica de actuar por nosotros mismos, todo es determinismo genético y cultural. Convendría leer también por si acaso El mito del cerebro creador (ed. Alianza), del catedrático de la Universidad de Oviedo Marino Pérez Alvarez.
Que la neurociencia liquide el libre albedrío es cosa tan improbable como que la espectrografía de sonidos acabe con la inspiración musical, pero sin embargo ha causado cierta satisfecha perplejidad en mi amigo Arcadi Espada, que se dice mareado por la perspectiva de la vida humana sin libertad de elección, aunque parece irse acostumbrando bien (en El cultural de El Mundo, 1/3/03). Su triunfal desconcierto me recuerda al de aquel solipsista (es decir, partidario de la idea de que sólo existe uno mismo como sujeto que percibe y crea la realidad) cuando escribió a Bertrand Russell que los argumentos a favor del solipsismo le parecían tan concluyentes que le extrañaba que no hubiera más gente partidaria de él…
Quizá lo del libre albedrío pueda aclararse al menos en parte dilucidando a que se refiere ese término, tarea propia de la hoy semi-olvidada filosofía, pero en lo tocante a libertades cívicas el asunto se hace más complejo. Por ejemplo, esa sentencia del Tribunal Supremo anulando la prohibición dictada por el Ayuntamiento de Lleida del burka y otros velos islámicos en los espacios públicos. La prohibición municipal respondía al deseo de garantizar la igualdad entre mujeres y hombres, mientras que la sentencia del TS pretende proteger la libertad religiosa. Confieso que siempre que leo los apellidos que se le suelen poner a la libertad (religiosa, de comercio, de expresión, de cátedra, etc…) me acuerdo de aquella democracia orgánica de los tiempos franquistas. Prefiero la libertad (y la democracia, claro) sin remoquetes que con frecuencia se vuelven contra ella. La libertad es la facultad social del ciudadano para hacer lo que le parezca más conveniente por las razones subjetivas que sean: interés, placer, devoción, vanidad, etc… Naturalmente, la sociedad tiene el derecho y el deber de poner límites a esa libertad cuando su ejercicio comporta daños o peligros objetivos para otros: inseguridad, lesiones, difamación, destrucción de bienes, expolio laboral, etc… Los motivos subjetivos de cada cual deben dar lo mismo a la autoridad, a la que sólo compete evitar los efectos objetivamente perjudiciales de las acciones sobre los demás.
De modo que si alguien se identifica cuando legítimamente es requerido a ello, no veo por qué no puede llevar burka o escafandra, sean sus motivos religiosos o submarinistas. Lo que es lesivo para la dignidad humana es que se nos prohiba hacer algo que no va contra ninguna legalidad racional, pero resulta desacostumbrado. Tan tiránico me parece forzar a las mujeres a ir veladas en nombre de Mahoma como a que se quiten los velos que quieran vestir en nombre de Simone de Beauvoir. Y si hablamos de igualdad, ¿hay alguna prohibición de indumentaria para los varones? ¿se les prohíbe acaso llevar minifalda o tacones de aguja…o burka? ¿un hombre con pasamontañas en verano es sólo estrafalario pero una mujer con velo está siempre oprimida, aunque ella diga lo contrario? Sin hablar de veladuras, es revelador al respecto el admirable ensayo "Sobre la libertad" de John Stuart Mill, el único libro de filosofía que yo impondría como lectura obligatoria para todos…contraviniendo así los deseos del propio autor.
Fernando Savater, Tomarse libertades, EL País, 12/03/2013