Odo Marquard |
Además, Marquard practicó una forma de exponer su pensamiento que resultaba ligera, profunda y divertida, profundamente divertida, tal como escribió hace años Fernando Savater. Y es que, como el propio Marquard recuerda en este libro, “a la vista de la limitada capacidad de tiempo y atención que hay en la vida breve de los seres humanos, todo texto filosófico debe hacer penitencia por su existencia y, por tanto, debe usar de un estilo ligero y agudo”. ¿Falta de seriedad? Él decía que se tomaba tan en serio la seriedad de la filosofía, que consideraba necesario hacerla más soportable.
El ensayo central de este libro que ahora se publica (Individuo y división de poderes) propone una tesis sugerente en torno a una de esas dicotomías que conviven desde antiguo en el pensamiento occidental y que comparecen periódicamente bajo una u otra forma de expresión, con uno u otro motivo. Se trata de la dicotomía que puede describirse como el par que forman “individuo-sociedad”, o “razón-historia”, o “naturaleza-cultura”. En este caso, aparece como oposición entre juicio y prejuicio, o entre tradición y justificación.
Si alguna bestia negra tuvo la Ilustración occidental fue precisamente la del “prejuicio” (vor-urteil), es decir, la de ese saber inoculado en el hombre durante su proceso de socialización que éste acepta acríticamente, simplemente porque es su tradición adquirida por herencia comunitaria. Frente a los prejuicios, la Ilustración planteó al ser humano la obligación de pensar y de atreverse a revisar todo ese saber tradicional, llegando a suponer la posibilidad de algo así como una razón universal pura que operase como tribunal inapelable de las costumbres existentes. Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes de la filosofía, y es curioso subrayar que hace ya tiempo se admite en general (Husserl, Heidegger, Schütz) que los prejuicios del individuo (el mundo de la vida o lebenswelt en que se ha visto nacido) son algo constitutivo de su realidad en mayor medida que sus juicios, como escribió Gadamer. Y como considera también Marquard: “los seres humanos somos siempre más nuestras contingencias o casualidades que nuestra elección. No somos sólo nuestras contingencias, pero sí más nuestras contingencias”. ¿Por qué? Porque llegamos a un mundo anterior a nosotros mismos, somos “seres posteriores” que “nacen tarde”, y encontramos un mundo hecho de contingencia y facticidad que nos forma; además, no tenemos ni tiempo ni espacio (vida breve) para revisarlo en profundidad. Más aún, antes de empezar a formarnos un criterio moral necesitamos de una moral provisional con la que empezar a vivir y juzgar, y esa moral sólo puede serlo la tradición por mucho que carezca de justificación trascendental. Es algo así como “la parte automática del alma”.
De estas ideas pueden deducirse actitudes sumamente conservadoras para con los usos sociales existentes, e incluso puede deducirse que el ser humano, al que son la sociedad y la historia las que han dotado de “identidad”, está obligado a cuidar y mantener esos marcos culturales en que se ha reconocido a sí mismo. La idea conservadora la formuló seminalmente Edmund Burke hace ya siglos al reflexionar sobre la revolución. La idea de los marcos culturales como bien intrínseco que el individuo debe asumir nos la cuenta hoy el pensamiento comunitarista (McIntyre, Taylor), y la practica políticamente el nacionalismo.
La agudeza de Marquard está en su capacidad para apuntar que el individuo y su libertad sólo pueden existir cuando vamos un poco más allá y nos apercibimos de que esa contingencia de la que está hecho el ser humano no es una sola, que la tradición no es unívoca, que no existe una sola historia ni un solo mito. Por el contrario, que lo que conviene a la libertad es que existan muchos prejuicios, muchas tradiciones, muchos dioses y muchas almas, porque es en los intersticios entre esos mitos y esos usos socioculturales plurales donde el individuo y su libertad pueden habitar. Exactamente igual que en el plano político hemos descubierto hace siglos que sólo la división del poder frena el poder, en el epistemológico y social sucede lo mismo: la libertad del individuo no nace de la ausencia de determinación externa, ni de la sobredeterminación absolutista que proponen las filosofías de la historia o el hiperconsensualismo a la Habermas, sino de la pluralidad de determinaciones, de la pluralidad de dioses. Marquard no llega a proponer la idea de que, probablemente, si lo miramos desde la antropología filosófica, lo más probable es que el juicio reflexionante surgiera precisamente en la humanidad como un subproducto indirecto de la pluralidad de mitos, del hecho de que los diversos usos que sostenían a una sociedad primitiva tenían solapamientos, contradicciones y peleas, tantos… que surgió el pensamiento para ordenarlos.
Por eso es tan actual la reflexión de Marquard para defendernos de la propuesta de esos marcos culturales cerrados y homogéneos que nos describen los nacionalistas y comunitaristas como nuestro bien, y a los que nadie parece saber oponer una respuesta que no sea la de apelar a una tambaleante razón universal, sin mucha convicción y como pidiendo disculpas. La mejor respuesta —nos dice el pomerano— no está en negar que, efectivamente, los seres humanos estamos constituidos por los marcos culturales prejuiciosos en que nacemos, sino en mostrar que esos marcos son necesariamente plurales, y lo son cada vez más en las sociedades complejas en que vivimos. Y que ello no es un desastre de ningún tipo (como los jeremías del conservacionismo cultural exclaman día sí y día también), sino que es lo normal para que pueda existir el individuo y su libertad: sola divisione individuum.
J. M. Soroa, La filosofái divertida, Babelia. El País, 27/04/2013