El charloteo de los programas del corazón, la ansiedad contemporánea por la transparencia pública y privada, la demanda de documentales históricos, los periódicos llamados confidenciales, las tomas falsas, los tráileres de películas que no se hicieron, los making-ofs de las que se estrenaron y hasta la ferviente demanda por conocer quién hay y qué guardan los paraísos fiscales, constituyen parte de un mismo fenómeno a que nos impulsa necesariamente a saber lo que hay detrás.
Durante mucho tiempo la humanidad convivió con la oscuridad del más allá y los secretos del reverso. Potencias ambas que aprovisionaban cumplidamente la fe: el creer en lo no visto. La fe tenía así por pasto la ignorancia y, en su entorno, el oscurantismo daba de comer a brujos, sacerdotes, visionarios y exorcistas.
El mundo se hallaba encantado y el desencanto del mundo ha causado uno de los fenómenos más demoledores de su primera condición. Si no hay más allá, si no hay algo invisible tras lo visible, ¿cómo soportar entonces las aparentes inconsecuencias de los mandamases, sus tenaces errores que producen millones de muertos y millones de agonizantes? ¿Cómo podría sostenerse este mundo sin un negro residuo, vivo de su parte de atrás, que más tarde fuera clave para legitimar el absurdo y su masacre? El mal, incluso, dejaría de ser maldito al retirarse por completo la máscara.
Todo cuanto se halla escondido reclama alguna revelación y gracias a esta consigna ganó prestigio la figura profesional de Dios. Gracias a Él, el turbulento río correría fluidamente ante nuestros ojos por espeso y retorcido que antes lo creyéramos. Es decir, antes de que el velo fuera removido por la revelación.
Pero la revelación divina es hoy igual a la transparencia del Wikileaks y de todos los casos semejantes. Pero también, a su alrededor, un sinfín de acciones televisivas, cinematográficas, periodísticas o de la fiscalía actúan como semidioses, dioses de segunda mano, cuya función relevante es “destapar”.
Esta tendencia apenas encuentra excepción en ningún campo. Primero llegaron las tomas falsas con las que se demostraba a través de chirigotas que aún lo serio poseía encerrado el otro humor. Y los making-ofs vienen a ser parte de lo mismo con la diferencia de que ofrecen datos para que los efectos del filme se vieran desde más ángulos. Con ello, la mirada del espectador llegaría a ser casi circular, a imagen y semejanza de la mirada divina que nada contempla si no es por circunvalación.
La vida puede tener dos caras, pero no es el caso para el Creador que nos ve por todas partes, tal como en la Biblia se anuncia. La mirada de Dios se halla tan repleta de conocimientos que su bruñido hace de la noche el día y del día su anverso en cualquier otro lugar.
Pero, además, finalmente, los tráileres de las películas que no se estrenan o no existen han creado un género y festivales propios inspirados en la información de la no información. O, lo que es lo mismo, tráileres de la nada real que en la traducción canónica serían fáciles de convalidar por Dios. Nada o Dios se intercambian a menudo con el artefacto de la revelación. Dios hace brotar algo donde no había nada, como puede revertir en nada a la inmensa muchedumbre de su población. ¿Cosas de antes?
Ciertamente lo que día a día vemos en las tomas falsas o las indagaciones falsarias del Sálvame se salva a la manera de la falsedad fundamental. Y, de otra parte, el tráiler asesino de una película que no existe es igual a las argucias sin contenido alguno que legitima el poder. El poder o sus personajes equívocos, mecanos de una tramoya sin resistencia. Terminales ejemplos de una época cuya transparencia conduce astutamente a una superposición infinita de láminas de agua, bajo las cuales, luce, como un ojo vacío, la exhausta mirada del Dios redentor.
Vicente Verdú, El escondite de la nada, El País, 26/04/2013