Inglaterra ha sido uno de los países más precoces en la creación de un sistema educativo equitativo. Desde 1870, la educación pasó de estar controlada por las iglesias a serlo por el estado, en una peculiar forma de distribución de competencias: combinación de poderes de las autoridades locales y las centrales. A partir de 1944, ya universalizada la educación primaria, se generalizó progresivamente la secundaria basada en la igualdad de oportunidades. Gobiernos conservadores y laboristas participaron en este proyecto de universalización de la educación en un sistema público. Precisamente, en 1970, fue el gobierno de E. Heath, del que era ministra de educación Margaret Thatcher, el que amplió la edad de escolarización obligatoria y gratuita hasta los 16 años.
En 1976 se dio el último paso con un plan de unificación de la educación secundaria en una sola modalidad, la Comprehensive Schools, según el cual todos los escolares, hasta los 16 años, deberían cursar en los centros públicos la misma enseñanza. Esta medida suponía suprimir las elitistas Grammar schools y otras modalidades instaurando una etapa común para todos los estudiantes de la secundaria obligatoria.
La llegada del gobierno de Margaret Thatcher, en 1979, supuso, como señala R. Cowen, “un cambio histórico y crucial que estriba en que, el principio político troncal del sistema educativo es la competencia económica, en lugar de la igualdad de oportunidades y la cohesión social”. El sistema educativo inglés debía basarse, para los tatcherianos, en la idea de efectividad y eficiencia dejando la equidad para un segundo término si molestaba para la consecución de esos principios. La guía que dirigió la transformación fue el concepto de «mercado». Según este planteamiento las fines educativos se derivarían de las necesidades económicas. En este contexto el individuo se convertiría en consumidor de la educación.
La estrategia para conseguirlo consistió en aplicar las reglas de la competencia. Con la excusa de la transparencia se comenzaron a publicar rankings, clasificaciones y resultados en pruebas de evaluación externas. Surgió un nuevo vocabulario: “evaluación y eficiencia”, “control de calidad”, “excelencia”, padres y estudiantes como «consumidores», el concepto de medición de un «producto con valor añadido» etc. Se dio a entender que hablar de lo educativo con estos conceptos suponía modernidad y cambio.
Las medidas concretas fueron implantadas con rapidez: los directores de escuelas se convirtieron en gestores eficientes que debían rendir resultados según las exigencias del gobierno; se debilitó el poder de las entidades locales; la inspección educativa fue reemplazada, en parte, por un nuevo sistema que asumía la nueva Oficina para Estándares en Educación; se organizó una evaluación y medición del desempeño de los maestros vinculado al rendimiento escolar; se cambió el sistema de formación de profesorado; se cerraron programas de innovación didáctica coordinados por el School Council; se elaboró una ley con el fin de procurar la libertad de elección de centro lo que suponía, en la práctica, ampliar las posibilidades de financiación de colegios privados; y, por último, se abortó el programa hacia la implantación de la escuela comprensiva potenciándose Grammars schools y cerrándose muchas Comprehensive Schools, sobre todo de barrios humildes, para transformarlas en centros de formación professional.
Las dos obsesiones de los gobiernos de Thatcher fueron la reforma de currículo y llenar de pruebas de evaluación externas todas las etapas educativas. Dos materias debían potenciarse sobre todas las demás: la lengua inglesa y las matemáticas, de las que se elaboraron estándares nacionales que marcaban los niveles que debían alcanzar a los 8, 10, 12, 14 y 16 años. Se creó un sistema de exámenes externos en estas materias que debían realizar todos los alumnos de la educación obligatoria cada dos años. Los resultados obtenidos en la Primaria y la evaluación de 12 años servirían para formar los grupos al comenzar la Secundaria. Se reformó la revalida de final de etapa para utilizarla también para la evaluación de centros y profesores.
Las universidades se vieron obligadas a entrar en el mercado: antes, el 95% del presupuesto universitario procedía de fondos públicos. Ahora, las universidades tendrían que convertirse en empresas y determinar la mejor forma de vender conocimientos, ofrecer servicios, llevar a cabo consultorías, y atraer a más estudiantes, que pagarían su matrícula.
Con el reciente fallecimiento de la Sra. Thatcher la opinión publicada se ha dividido entre los que se deshacen en elogios a la “Dama de Hierro” señalando que fue el inicio de la nueva modernidad educativa, y los que ponen de manifiesto su responsabilidad en el desmantelamiento de la educación pública y equitativa. Pero, la verdadera herencia thatcherismo es el triunfo contundente de su modelo cultural y educativo en toda Europa: una educación basada en la ideología neoconservadora fundada en los principios neoliberales y en la concepción de la “teoría de las dos naciones”: hay una “nación” trabajadora y emprendedora que recibe su premio en forma de integración cultural y renta salarial. Y otra de parásitos de lo público que recibe su justo merecido en forma de pobreza y exclusión. Nadie lo dice así, pero las actuales políticas educativas lo practican: vamos hacia una sociedad dual también en lo educativo.
Joaquín Prats, La herencia educativa del thatcherismo, Lecciones para no salir de dudas, 18/04/2013